Las viudas de antaño: Juana Alonso de Huidobro, una sombra en el Valdivielso de hace dos siglos (Irene Garmilla)

 
Juana no se asoma al balcón. Juana no firma en las escrituras, porque no sabe, pero habrá de otorgar unas cuantas ante los escribanos. ¿Qué fue lo que le sucedió? Pues que, después de parir una niña, en cosa de 10 días Juana Alonso de Huidobro se quedó viuda. El 14 de enero de 1820 Juana dio a luz a su hija Rafaela. El 26 de aquel mismo mes de enero se dio parte oficial de que su marido, José Fernández-Quintano, llevaba algunos días desaparecido. José apareció finalmente muerto de un disparo junto a un arroyo, como ya contamos aquí hace algún tiempo (1). De repente, las cosas se ponían difíciles para Juana, una viuda de 27 años. Se decía antiguamente: «Viuda lozana, o casada o sepultada.» Sepultada podía vivir Juana si miraba pasar la vida con el balcón cerrado, recluida detrás de los visillos, saliendo solo para ir a la iglesia o ni siquiera eso. Lo de casarse de nuevo, eso resultó más complicado. La historia de esta viuda me ha coincidido con la lectura de un libro recién publicado: “Ni casadas, ni sepultadas. Las viudas: una historia de resistencia femenina” de Amaia Nausia Pimoulier (2). Leer sobre este tema tan poco conocido, viendo a la vez un caso real y cercano, ha sido para mí una experiencia esclarecedora y emocionante. Os cuento.

El 15 de enero de 1820 Juana y José habían bautizado en la iglesia parroquial de San Vicente, en Arroyo, a su hija Rafaela Fernández-Quintano y Alonso de Huidobro (3). No era la primera criatura que Juana traía al mundo desde su matrimonio con José, celebrado el 12 de abril de 1815, también en Arroyo. Sin embargo, los hijos anteriores habían fallecido a muy corta edad. Así pues, a la muerte de José, solo quedaba Rafaela como su única heredera, según atestiguaba el párroco de Arroyo, don Leandro Díaz de la Torre, en la partida de defunción del padre, añadiendo que José había sido enterrado en el interior del templo, en una sepultura dotada perteneciente a su viuda, Juana Alonso de Huidobro y Arce Cabeza de Vaca.
Al quedar viuda, Juana recibía como bienes propios la dote que ella había aportado al matrimonio. También heredaba, al menos en usufructo, lo que le correspondiera de las propiedades de su marido, y además lo lógico era que fuese la administradora de las propiedades heredadas por su hija Rafaela hasta que esta se casara o llegara a la mayoría de edad. ¿No era esto un tremendo trajín para una mujer que hasta entonces no había tenido competencia alguna en la gestión de los bienes, pues primero se había encargado de todo su padre y luego su marido? Este solía ser un temor, o un recelo, muy frecuente en los familiares del finado, y no menos en los de la viuda, por lo que no era extraño que hubiera discusiones, e incluso pleitos, principalmente cuando la viuda pretendía hacerse cargo de todo y administrarse ella solita, cosa a la que tenía pleno derecho, siempre que se lo reconociesen. A veces, se optaba por la designación de un varón, generalmente algún familiar de la línea paterna, o sea, del difunto, para que ejerciera de tutor y curador de los bienes de los hijos, e incluso de administrador de los bienes propios de la viuda, con el fin de que esta pudiera seguir viviendo como si fuese menor de edad.
Por lo que he visto en testamentos y otras escrituras de viudas valdivielsanas de principios del siglo XIX, estas mujeres solían ser valientes y sensatas, y tomaban las riendas del patrimonio suyo y de sus hijos, sin dejarse llevar por ofertas de protección, ni renunciar a sus derechos. Y esta fue la actitud de Juana, aunque indudablemente no sin vencer algunos obstáculos previos, cuando a 2 de junio de 1820 acudió al juez de primera instancia de Villarcayo y solicitó que se le concedieran la tutoría y la curatela de su hija Rafaela Fernández-Quintano de cuatro meses y medio de edad, «...y dijo que para el servicio de Dios Nuestro Señor se benía a encargar de tutora y curadora de la persona y bienes de Rafaela Quintano, su hija legítima y de José Fernández Quintano, su difunto marido, ...». Juana se comprometía a «regir, cuidar y administrar la persona y bienes de dicha su hija, dándola cuenta de cuanto en su poder entrase [...] Y para más bien lo cumplir, daba y dió por su fiador a Francisco Fernández, de la vecindad del de Población, quien hallándose presente se constituió por tal, y se obligó a que la citada principal cumplirá con cuanto lleva prometido y en otro caso lo hará el otorgante como tal fiador...» (4). Se trataba de Francisco Fernández-Quintano y Rodríguez de Huidobro, un primo segundo de su difunto marido, y seguramente persona de confianza de su suegro, Valerio Fernández-Quintano. De esta manera, y de momento, Juana contentó, o al menos apaciguó, a su familia política, y consiguió ser nombrada tutora de su hija y curadora de la hacienda que a esta le correspondía por su hijuela como heredera de José Fernández-Quintano. Las firmas del señor Juez, del fiador y de los testigos fueron estampadas en el documento ante el escribano de Villarcayo, Cecilio de Regules, el cual matiza que «firma el que sabe, y por la que no, un testigo». Juana Alonso de Huidobro no sabía firmar. Explica Amaia Nausia en su libro (2) que los jueces solían favorecer a las madres con la tutoría porque estas, por ley, no podían heredar de sus hijos, y así se evitaba que la codicia y la falta de escrúpulos de algún pariente pusiera en peligro a los niños. Una vez concedida, solo el hecho de que la madre contrajera segundas nupcias podía hacer que un juez le retirara la tutoría, aunque no siempre.
Aquel verano de 1820 no sería fácil para Juana, ni serían muy buenas las cosechas que pudiera obtener de su hacienda, pues vemos que a 30 de octubre tuvo que vender una parte de su patrimonio. Se trataba de «una heredad al Robredal, término del lugar de Valermosa, que se alla con sus robres y ará de sembradura como media fanega de trigo». Dice Juana en la escritura que dicha heredad «surca [...] al Ábrego camino que va a dicha Valermosa; que es nottoria mía propia como adquirida con justo y legítimo título...» (4). Probablemente esta propiedad habría sido parte de la dote de Juana, de la hijuela de su madre, María Josefa, ya fallecida cuando Juana se casó, y que a su vez la habría heredado de sus padres, Pedro Manuel de Arce Cabeza de Vaca y María de San Martín, que habían sido vecinos de Valhermosa y no vivían ya cuando Juana nació. Juana vende dicha heredad en 300 reales de vellón a Ciriaco Alonso de Huidobro y Fernández-Quintano, que es primo carnal de ella y también de su difunto esposo, con lo cual no habrían de protestar las familias, pues quedaban muy niveladas. Sin embargo, por si acaso, los 3 testigos que acuden a Quecedo a firmar la escritura ante Manuel González García son: un vecino de Villarcayo, otro de Medina de Pomar, y otro del Valle de Manzanedo. Ni uno solo de Valdivielso. Ya se sabe: mejor no dar tres cuartos al pregonero, sobre todo si la otorgante de la venta es viuda reciente.
Pero el mayor temor de las familias de una viuda era que esta volviera a casarse. Para la familia política resultaba duro ver que alguna parte de lo que había sido su patrimonio pasara a manos del segundo marido, y que sus nietos pudieran ser tutelados por un padrastro. Para la familia de la viuda podía ser irritante que esta no tuviera que pedir autorización a nadie a la hora de elegir a su nuevo cónyuge, cuando este iba a poder disfrutar de la dote que la viuda había recuperado. Por su parte, algunos moralistas alegaban que, si bien la castidad era el estado perfecto para una viuda, tampoco había que olvidar aquello de “mejor casarse que quemarse” y que, además, el segundo matrimonio podía restaurar la honra y la buena fama de la viuda, tantas veces resquebrajadas por las malas lenguas.
Así las cosas, el día 31 de enero de 1821, Juana Alonso de Huidobro acudió de nuevo al escribano, para formalizar la venta de una heredad en el término de El Cabo, lugar de Arroyo, que tenía de sembradura 5 celemines de trigo. ¿Una viuda manirrota que no dejaba de necesitar monedas contantes y sonantes para costearse sus caprichos? ¡Si 3 meses antes ya había cobrado 300 reales! Pues era todavía peor: Juana Alonso de Huidobro iba a casarse de nuevo. Se presentó ante el escribano junto con Florencio González de Saravia y De la Torre, natural de Quecedo, soltero y 4 años más joven que ella, «su futuro esposo con quien declaró estar contratada para el matrimonio, bajo de cierta dispensación [las viudas debían esperar al menos un año, y a veces más, para volver a casarse, salvo que obtuvieran dispensa; Y también estaba el asunto de no perder la tutoría de los hijos...]». El caso es que la pareja en aquel acto otorgó “mancomunadamente” la escritura de venta a favor de don Íñigo González de Saravia, vecino de Arroyo. Al padre de Juana, Isidoro Alonso de Huidobro, le dio un sofoco y dos semanas más tarde, a 14 de febrero, los llevó a todos de nuevo al escribano, donde se atestiguó que el dicho Isidoro, en tiempo y forma, había salido al retracto de aquella venta alegando tener derecho prioritario por consanguinidad. Don Isidoro le pagó a don Íñigo los 400 reales de vellón que este había desembolsado por la finca, se hizo cargo de las costas, el escribano cobró doble, y aquí paz y después gloria (4).
Lo que no sabemos es si don Isidoro tuvo el detalle majo de ofrecer a su hija la heredad como dote para las segundas nupcias, o si simplemente se la quedó. Lo que sí sabemos es que no hubo segundas nupcias: un año después de esta venta, Juana tenía otros planes. Y Florencio contraería matrimonio el 8 de abril de 1826 en Panizares con Francisca Fernández de Incinillas y Alonso de Castilla. ¿Quién rompió el contrato matrimonial, Juana o Florencio? ¿La ruptura fue decisión de ellos o fue inducida por las familias? Lo más probable es que a Juana se le amenazase con la posibilidad, casi segura, de que un juez le retirara la tutoría de su hija, para dársela a algún pariente de la línea paterna de la niña, como solía hacerse en los casos de las viudas que contraían segundas nupcias. Lástima que en los protocolos del escribano Manuel González García no aparezcan ni el contrato matrimonial, ni otra cosa que arroje luz sobre este asunto. Tal vez lo formalizaron solo de palabra ante testigos, pero pienso que seguramente, por discreción y para no provocar a las fieras antes de tiempo, la pareja acudió a algún escribano que no ejerciera en Valdivielso. Habría que dar un nuevo repaso a los protocolos de Cecilio de Regules, el escribano de Villarcayo, aunque me temo que los novios quizá fueron más lejos.
Ante este escribano, Cecilio de Regules, acudió finalmente la viuda Juana Alonso de Huidobro para cortar de manera definitiva sus amarras con Valdivielso y con su vida anterior. En Villarcayo, el 11 de febrero de 1822, cuando se habían cumplido ya de sobra dos años desde la muerte de su esposo, Juana Alonso de Huidobro vendía «una casa tejada y enmaderada con su sitio arrimado a ella por el Aire Regañón» en el término de San Román del lugar de Arroyo. Vendía casa y sitio por doscientos reales a Román de Porras y su esposa Tiburcia de Andino, él de Puentearenas y ella de Arroyo, «quedando de cargo de dichos Román y Tiburcia y su derecha representación el pago anual y perpetuo de cántara y media de vino del país, que se da el día de San Ildefonso, veinte y tres de Enero, a la Hermandad de San Vicente; y seis reales que también tiene de carga anual y perpetua de una sepultura, que queda esta en propiedad para los nominados marido y muger...». Esta sepultura sería la que mencionaba el párroco en la partida de defunción de José, es decir, la que guardaba los restos del difunto esposo de Juana, y posiblemente también los de sus hijos tempranamente fallecidos.
Está claro que, tras vender la casa y ceder la sepultura, Juana no iba a regresar a Valdivielso. Supongo que su hija Rafaela seguía viva, porque en los libros parroquiales no hay en aquellos años referencia alguna a su fallecimiento. ¿Qué podían hacer una viuda y su hija de dos años de edad? Creo que hay al menos dos posibilidades, teniendo en cuenta cómo solía ser el futuro de las viudas en aquella época. Una sería que ambas, madre e hija, ingresaran en un convento, llevando como dote lo obtenido por las ventas, y que allí Juana llevara una vida retirada y su hija Rafaela recibiera una educación. Otra salida estaría en ganarse la vida mediante alguna actividad que pudiera desarrollar una viuda invirtiendo su dinero, como el comercio o abrir una taberna o una casa de huéspedes, o alguna industria artesanal sencilla que pudiera emprender una mujer campesina. Queda abierto el final de esta historia, y quiero pensar que a las dos les fue bien, y que Juana pudo vivir con independencia, siendo dueña de su destino. Tal vez incluso aprendió a leer, dejando de formar parte de aquel 90 por ciento de valdivielsanas que en la época eran analfabetas. Tal vez llegó a saber firmar los documentos ante los escribanos y, sobre todo, a poder leerlos antes de firmar. En cualquier caso, Juana había abierto el balcón y, a punto de cumplir los treinta años, consiguió emprender una nueva vida.
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(2) “Ni casadas, ni sepultadas. Las viudas: una historia de resistencia femenina” de Amaia Nausia Pimoulier. Editorial Txalaparta. Tafalla, febrero de 2022.
(3) Para el encaje y comprensión de esta historia he utilizado varias partidas sacramentales solicitadas al Archivo Diocesano de Burgos + los datos ofrecidos amable y desinteresadamente por nuestro genealogista Juanra Seco.
(4) Ídem varios documentos del Archivo Histórico Provincial de Burgos. -Escribano Cecilio de Regules: Protocolos 2.535/7, folio 81; y 2.536/2, folio 13. –Escribano Manuel González García: Protocolos 3.088/1, folio 49; y 3.088/2, folio20.
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Varias lecturas disponibles en línea:
-Las viudas y las segundas nupcias en la Europa moderna: últimas aportaciones. Amaia Nausia Pimoulier. Universidad de Navarra, 2006. https://dadun.unav.edu/bitstream/10171/17754/1/28339245.pdf
-Protestas de las mujeres castellanas contra el orden patriarcal privado durante el siglo XVIII. Margarita Ortega López. Universidad Autónoma de Madrid. Cuadernos de Historia Moderna, Vol. 19, 1997. Págs. 65-89. https://revistas.ucm.es/.../view/CHMO9797220065A/23374
-Familia y Mujer en la Constitución de 1812. 1-El tratamiento de la mujer y la familia en la filosofía jurídica de finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. Mª Dolores Pérez Jaraba. Publicado inicialmente en el libro “Sobre un hito jurídico. La Constitución de 1812. Reflexiones Actuales, estados de la cuestión, debates historiográficos”. Universidad de Jaén, 2012. https://docs.google.com/viewerng/viewer?url=http://library.fes.de/pdf-files/bueros/fescaribe/14946.pdf .págs.77-95 (99-117 en el PDF)

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