Capítulo 5: el Testamento de Lucas Huidobro

El frío de Diciembre de 1587 podía sentirse hasta los huesos en el Valle de Valdivielso. Aventurarse a las calles, sobre todo cuando nevaba podía resultar nada agradable. Más liviana de ropas, entre el fogón de la cocina del segundo piso y el calor de los animales que ascendía desde el primero,  Urbana Fernández Ortega daba las últimas instrucciones a su servidumbre antes de salir a la calle. Se encontraba en la casa fuerte de los Huidobro que pertenecía a su marido, Alonso de Incinillas Huidobro, la casa que junto al "Palacio" de los Frías al lado de la Iglesia de Sta. Eulalia, eran los referentes urbanos no sólo de Quecedo sino del Valle en general. Doña Urbana era una mujer rica. Cuando tenía 47 años, en 1563, había heredado el mayorazgo que había instituido su padre, Alonso Fernández el Mozo. Con ello había heredado una buena cantidad de tierras, viñedos, y frutales, en Valdivielso, además de las casas del barrio del Poyo que habían pertenecido a su abuelo Alonso Ferández el viejo. A estos bienes había que sumarle los de su marido, que no sólo era la casa fuerte de los Huidobro, sino también bienes raíces repartidos y trabajados en pueblos y tierras del Valle. Se acercó a la vieja rosario y tomando el pollo que tenía en sus manos le ayudó a desplumarlo más rápido. La rosario se hacía vieja y cada vez más lerda con sus manos. La única hija de Doña Urbana, María, ya una mujer casada y que vivía en la misma Casa Fuerte, miraba a su madre con cariño mientras se arrimaba entre las faldas de la vieja Rosario. Doña Urbana podía parecer fuerte de carácter, pero era una castellana bondadosa y de corazón compasivo. Era hija hidalga, perteneciente a la más baja nobleza de Castilla, como la mayoría de la gente de Quecedo. Y aunque esto significaba bien poco desde el punto de vista de privilegios sociales o económicos, ella se enorgullecía de tener la sangre limpia,de  no descender ni de moros ni de judíos. Y lo mismo podía decir su marido, un hijo del algo de tomo y lomo. De allí que hubiesen podido heredar el mayorazgo que había dejado su padre, Alonso Fernández el mozo.

Dejando el pollo ya desplumado al lado de una cacerola, empujó hacia sí a su hija María, le dio un besucón y anunció que regresaría pronto. Se envolvío en pieles, le pidió a la Josefa que la acompañase, y salió a la calle. Todo estaba cubierto de blanco. Una belleza que no permanecía muchos días en el valle. Los inviernos intercalaban bruma, lluvia y nieve. Las calles eran unos barrizales incómodos de caminar, sobre todo para una mujer de 71 años.

"Vamos mujer, vamos donde los Huidobro, a la casa del Cantón. Mi Señor, Don Alonso, me ha dicho que hoy Don Lucas Huidobro ha dictado testamento. Se ha visto al escribano público Juan Alonso de Quecedo toda la mañana por allí. Que Dios se apiade de su alma y que nos haga a nosotras instrumento de su misericordia". 

Josefa sostuvo el brazo de su señora, y ambas comenzaron a ascender hacia la calle de la Luna donde se encontraba la casa solariega de los Huidobro. Como casi todos en el valle, estas familias también eran parientes. Lo que era difícil era desentrañar tales parentescos porque estos se cruzaban  entre primos, tíos y cercanos formando relaciones bien complicadas. Al poco andar, unas dos cuadras en total, se encontraron de frente con la casa solariega que cubría una cuadra entera y que a su costado derecho sostenía una torre no muy alta. En el medio de la construcción, un poco a la izquierda de la puerta principal, sobresalía el escudo de la familia. En las cuatro esquinas, cuatro leones. Entre ellos, los contornos de unos castillos. En el interior izquierdo, un castillo más grande;en la parte derecha, dos lobos; y a la base una linea oblicua a la francesa. Un escudo bien mantenido. A penas llegar Josefa toca la puerta, la que no tarda en ser abierta. Las recibe la Señora, María Alonso de la Puente, con una sonrisa agradecida, mientras las hace pasar. Frente a la puerta la persona se encuentra de inmediato con las escaleras que conducen hacia el segundo piso donde se encuentra la cocina y multiples habitaciones. En el primer piso, a un lado, se guardan muchas de las herramientas que se ocupan en la labranza. Al otro lado, se encuentran los animales, como ovejas y cabras, los cuales proporcionaban calor a la casa. En un patío interior, una caballeriza, donde entristezido, como presintiendo la muerte de su mejor amigo, respiraba hondo "el negro", el caballo fiel de Don Lucas. Este era tanto lo que lo quería que no dudo en encargándoselo en su testamento a su hijo mayor, Juan de Huidobro, el Alferez, para que juntos puedan servir al reino como hasta entonces Don Lucas y "negro" lo  habían hecho.

Estos Huidobro eran familia de militares y labradores. No sólo Don Lucas  había servido al Reino con sus armas. Igual lo había hecho, su padre Juan Huidobro. Y ahora seguiría haciéndolo, su hijo, Juan de Huidobro el Alférez, quien como primogenético debería sacar parte de su sueldo para mantención de su madre y sus hermanos, María y Martín. Una gran responsabilidad cuando se trataba de un muchacho de apenas quince años. Ya cuando crezca Martín podrá velar por el rendimiento de las tierras de los Huidobro en el Valle. Por ahora, todo recaería sobre los hombros de Juan de Huidobro, el Alférez. De hecho, cuando Urbana Fernández entró en el salón, a la primera persona que se encontró fue al Alférez, quien rodeado de algunos miembros de la cofradía de San Sebastían, todos hijos de algo, se inclinó como signo de respeto. Luego se acercó, le tomó las manos, y le agredeció de todo corazón por su visita. Se veía algo asustado. Relató que su padre había confesado solemnente su fe católica delante del escribano, como se solía hacer, y que había pedido a la cofradía se encargarse de las oraciones necesarias. "¿Será sepultado en Sta. Eulalia?" preguntó Doña Urbana. "Esa ha sido su voluntad", respondío el joven, "ser enterrado junto a todos sus ansestros", Como sin querer Doña Urbana miró hacía la habitación contigua, allí desde un rincón, yacia Don Lucas Huidobro respirando con dificultad, pero siempre con su hombros anchos de guerrero incansable. Tantas fatigas, tantas batallas, tantas noches al razo bajo las estrellas,  viviendo del rancho militar y no mucho más. Doña Urbana pensó que la muerte no perdona a nadie. María Alonso de la Puente se acercó, tenía la cara adusta, como si quisiese que todo esto terminase lo antes posible. "Querida, si en cualquier cosa puedo serla útil" le dijo Doña Urbana. María Alonso de la Puente cogió el mensaje de inmediato. Por todos era sabido que las rentas de los Huidobro no eran muy altas. Es verdad que tenían mucha tierra, pero en general cuando los hombres van a la guerra queda media abandonada. "No se aflija por nosotros querida Urbana, mi marido a dispuesto todo. Mi hermano Francisco Alonso de la Puente, García Fernández el viejo, y yo misma nos encargaremos de rematar los bienes, muebles e inmuebles, necesarios para que se paguen a todos los deudores. Lo que quede, pues, que se reparte en partes iguales entre mis hijos Juan, María,  Martín y yo misma. Ha sido la voluntad de mi marido". Doña Urbana sonrió con un gesto que trasnsparentaba empatía y una profunda humanidad. Pidió orar en la habitación de Don Lucas, donde un grupo de mujeres ya lo hacía. Sin más inconveniente entró con Josefa, se ubicó al final del grupo y sacó su rosario.  


Cuando volvían a la Casa Fuerte de los Huidobro,  en el barrio de Sn Lorenzo, Doña Urbana sintió como si ese  19 de Diciembre de 1587 fuese un día que pesase aún más que le resto. Mirando a su alrededor lo decidió. Apenas la nieve se derrita partirá a pasar el invierno a Burgos. Siempre pasaba lo mismo. Los inviernos en los pueblos son  muy lentos, muy sólos, muy precarios.  En Burgos, a lo menos, hay más conversación, más vida, más gente. Todos los inviernos termina en Burgos. Seguramente su marido no le acompañaría, este último tiempo sufría de achaques de vejez. Cuando entró en la Casa Fuerte y subió al segundo piso vio a su marido, Alonso de Incinillas Huidobro, en amena conversación con su hija María y sus nieto Andrés. Ni siquiera preguntaron  por Don Lucas. Y tampoco era que la conversación entre ellos fuese sobre algo nuevo o especialmente interesante. Como siempre, Don Alonso de Incinillas relataba las glorias pasadas de la familia. Nada había que le gustase más que deleitar a su hija y a su nieto Andrés con las historias de sus antepasados. Doña Urbana no tenía deseos de escucharlas más, se limitó a saludar, a sentarse cerca de la ventana y a tejer como lo hacía siempre. Como si sólo se tratase de un eco escuchaba las historias de Don Ortuño de Huidobro, el tatarabuelo de su marido, hijo de Juan de Huidobro y Casilda Fernandez, Señor de la Casa fuerte de Huidobro, quien en su testamento de 1352 describía cómo había peleado junto al Rey Don Alfonso el XI y junto al Rey de Portugal contra los benimerines en la batalla del Salado.Un hijo de algo como Dios manda. Había respondido al llamado del Rey y reunido un grupo de fieles hombres para combatir contra los infieles cerca de Cadiz. Esa fiera batalla había sido un punto de quiebre en la definitiva reconquista de la peninsula de parte de los cristianos. Mientras a los lejos Doña Urbana escuchaba los detalles de las lanzas cristianas y musulmanas cruzándose con gran estruendo, mientras unos y otros chocaban sus espadas vociferando proclamas religiosas, sus ojos se iban apagando. No era la muerte en este caso. Sólo el cansancio. Después de todo la muerte agotaba. Y había habido tanta y tan cerca. Antes de caer definitivamente dormida, se incorporó por úlitma vez. "Don Alonso, si me autoriza, apenas se deshiele la nieve me gustaría partir a Burgos. El invierno en Quecedo se me hace muy duro. Sea gentil y disponga mi partida". El viejo Alonso de Incinillas Huidobro la quedó observando como si se tratase de una desconocida. "Lo arreglaré todo", se apresuró a contestar, para de inmediato seguir con su relato de batallas y muertes. Nada estaba más lejos de intuir  que en el año 1588 sería a él a quien la muerte le reclamaría. 

Comentarios