Capítulo 6: Juan Ruiz de Valdivielso, el despensero de la Reina

Volver a Valdivielso después de un invierno duro en Burgos era como renacer a la vida. En Valdivielso todo se ponía verde, los cerezos en flor resplandecían, las viñas germinando, los campos de trigo por doquier, las cabras y las ovejas por los montes. Como ya se decía desde entonces, Valdivielso es "un paraíso en la tierra". La carreta de bueyes que llevaba de regreso a Doña Urbana Fernández avanzaba a paso lento acercándose a la calzada desde la Mazorra a la ruta de la lana por la que bajaría hacia el Almiñe para, luego de cruzar el puente, dirigirse a orilla de rio hacia Quecedo.  ¡Cómo amaba su tierra! A lo lejos, la maravillosa iglesia románica, San Pedro de Tejada, con su escualido monasterio de tres monjes benedictinos. "Los guardianes de Oña", les solían llamar. Entre sus manos Doña Urbana acariciaba la última carta que había recibido de su querido primo Juan Ruiz de Valdivielso. Hace ya más de 9 años que había abandonado la Corte, pero sus noticias seguían llevándola a un lugar de ensueños, de duquesados y marquesados, donde se podía hablar cara a cara con sus magestades. Este Juan Ruiz de Valdivielso, era hijo de Juan Ruiz de Valdivielso  y de una tía suya, Catalina Fernandez Rodriguez, hija de Alonso Fernández "el viejo". De entre sus hermanos, si bien por lejos el mejor posecionado, no había sido el único en llegar a la Corte del Rey Felipe. 

"¡Afirmese Doña!" le advirtió el conductor, "vamos a empezar a bajar hacia el Almiñe". Todos saben lo que significaba. Era un camino empedrado que se empinaba considerablemente y que zigzageaba como un cienpies. Doña Urbana se afirmó con más fuerza de la baranda mientras su mente se empeñaba en seguir en sus ensoñaciones. Esto de la relación entre Valdivielso y la Corte no era algo nuevo ni tan anómalo. A su lado la Josefa la sostenía con firmeza, especialmente la carta a la que una y otra vez su Señora solía volver. En ella se hablaba de una vida tranquila, dedicada a los ejercicios piadosos y a recibir de vez en cuando las noticias de sus hijos. Era lo que Juan Ruiz de Valdivielso tanto había añorado. Siempre le había tenido pavor a una vejez pobre. Y sin embargo, por muy comoda sea la vejez, ¡cómo se extraña los días vigorosos, cuando se puede tener la energía y el poder de tomar decisiones importantes! Ni la más tranquila de las senectudes podían compensar esos días cuando podía entrevistarse con la Reina Isabel Valois de España. Si bien ésta lo confiaba todo al Mayordomo Mayor, quien ocupaba el rango mayor en Palacio, no eran pocas las veces que personalmente supervisaba el trabajo de Don Juan Ruiz de Valdivielso como dispensero. Eran días electrisantes, cuando ella se acercaba a las despensas para inspeccionar que todo estuviese perfecto, la cantidad y la calidad de los alimentos comprados, el reparto de la raciones para la familia real y para los oficiales, el recambio de las viandas añejas. Y Juan Ruiz de Valdivielso sabía como responder. No por nada era el segundo en la Jerarquía palaciega. ¡Qué días! ¡Cuánta confianza!

¿Cómo hubiese sido conocer a los reyes? Fantaseaba Doña Urbana, mientras la Josefa le indicaba que ya pasaba al lado de la Iglesia de San Nicolas, esa joya del románico que coronoba al pueblo del Almiñe. Dicen que Felipe II es un hombre muy cercano a Dios, que no hace diferencias entre pobres y ricos. ¿Será verdad todo eso? Levanta el rostro, sí, la Iglesia de San Nicolas es una maravilla que viene muy bien en un pueblo lleno de casas blazonadas. Suspiró mientras volvía a la carta de su primo. Contaba cosas de sus hijos, tanto orgullo por sus logros, tanto que no podía ocultar un dejo de soledad. Era como si cada logro los llevase más y más lejos del Valdivielso originario. El mayor, que como él se llamaba Juan Ruiz de Valdivielso, vivía en Sicilia donde era Juez de la Monarquía. ¿Lo volvería a ver alguna vez vivo? ¿Qué serían de sus nietos? También tenía a Pedro Ruiz de Valdivielso, al que podía ver alguna vez al año, cuando sus ocupaciones como rector del Colegio de su Magestad de Alcalá le daban un respiro. Con todo, la intima carta a su prima respiraba cariño e intimidad. Al final, con todas las ambigüedades de la vida, lo único que se tiene es la familia. 

La carreta se acercaba al puente que cruzaba el Ebro cuando un hombre joven a caballo les salió al encuentro. Doña Urbana lo reconoció al instante. "¡Gabriel querido! ¡Qué gusto me da veros!". Era su yerno, Gabriel de Varona, originario del pueblo de Arroyo. Un hombre inteligente, vivaz y de una familia muy honorable. Un hombre con propiedades en varios pueblos y con mucha tierra, las que junto con las de su mujer, María de Incinillas Huidobro, hacían una de las fortunas más considerables del Valle. "Dejadme que la acompañe hasta la Casa Fuerte" le dijo gentil mientras hacía una leve reverencia. "No habrá pasado nada fuera de lo común", le espetó suspiciosa Doña Urbana. "Nada fuera de lo extraordinario, vamos con calma", sentenció Gabriel. Y tenía razón, nada extraordinario había ocurrido. Su suegro, Alonso de Incinillas Huidobro, se había puesto malo. ¿Pero es que se puede con realismo afirmar que el acecho de la muerte constituya algo extraordinario?

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