Capítulo 3: Recuerdos de Alonso Fernández del Barrio

La gente del Valle de Valdivielso tiene fama de longeva. Es como si la vida para ellos se alargara caprichosamente. Sin motivo alguno. En un banquillo, frente a su casa solariega, estaba sentado Alonso Fernández del Barrio, cuyo mote era precisamente "el viejo", por la vida larga y llena de recuerdos que cargaba. Aunque nadie lo podía decir con exactitud se creía que había nacido hacia 1450, hace ya casí 100 años. Claro que nadie podía asegurarlo porque después de todo todavía no existía la costumbre de inscribir los bautismos en las parroquias.  En todo caso la mayoría del pueblo le achacaba con aproximadamente 95 años. Esperaba al notario y al escribano. Corría el año de 1543, y sintiendo la muerte cercana había decidido escribir su testamento.

Mucho tiempo, muchos recuerdos, mucha gente que ya se le había adelantado en su partida. Su mirada se alargaba sobre las casas del barrio del Poyo que se extendía en fila hacia la Dehesa. Todo aquello que él había heredado y sobre lo que su hijo había establecido mayorazgo. A su espalda, la casa fuerte de los Huidobro. Los Fernández y los Huidobro, familias importantes del Valle. Sus recuerdos iban de la realidad a la fantasía. En eso un viejo no se diferencia de un joven. Todos los hombres se mueven en el frágil terreno de lo que es y ha sido real.  Su mujer, María Rodríguez, ya difunta hace tanto tiempo le había dado 9 hijos, algunos hicieron familia en Quecedo, otros dispersos en distintas ciudades, pueblos y cortes de Castilla. Se podría decir que Alonso Fernández "el viejo" era la memoria del Valle. Del pasado casí inmediato, todavía contaba historias de horror de cuando todos los pueblos de rio arriba, esto es el Almiñe, Quintana, Condado, Valdenoceda, entre otros habían desaparecido por la peste negra. Los pocos sobrevivientes habían logrado escapar refugiándose en el más protegido pueblo de Panizarez. Del pasado remoto del Valle, Don Alonso contaba otras muchas historias en la familia, sobre todo cuando se juntaban al rededor del fogón de la cocina. El sabía que la principal función de estas historias extraordinarias era hacer la rutinaria vida campesina más sostenible. Y eso era especialmente cierto en Quecedo. El viejo hablaba de la famosa ciudad de Iberia que se extendía sobre el valle y que con tanto esfuerzo había conquistado Julio Cesar en las guerras cantábricas. Una enorme ciudad con trece entradas y una enorme avenida que la cruzaba en medio. Eso lo había escuchado de niño de su padre, y éste a su vez del suyo. Sin embargo, Alonso Fernández se preguntaba,  ¿cómo era posible que ninguna columna o restros de anfitriato, que tanto abundaban en las antiguas ciudades romanas, hubiese quedado en pie? No, para el viejo, el Vallle de Valdivielso había sido desde siempre el vergel que conoció desde niño.  Todo era muy extraño, más todavía hoy en día donde abundaban los contadores de historia que por unas pesetas te entroncaban con la realeza o con un personaje mítico para gloria de tu familia. No, a los 95 años no necesitas de esas cosas. Estas cansado. Sabes que se acerca el momento de cerrar los ojos para siempre.

La verdad sea dicha, la piel curtida de Alonso el Viejo, le traía a la memoria otras  historias más aterradoras, esas que todavía se repetían de generación en generación cuando se preparaba el puchero. Eran historias aterradoras porque precisamente habían ocurrido. Y todos lo sabían.  Recuerdos de terror que se retrotraían siglos y siglos y que se repetían cada verano cuando bandadas de musulmanes aparecían de la nada con sus gritos religiosos y estandartes. Es verdad que los moros habían abandonado Medina de Pomar y el Valle hacia el 750, pero con devoción religiosa volvían a aterrorizar a los precarios colonos practicamente cada verano y así hasta el lejano siglo X. Robar y quemar cosechas. Matar a los muchachos y los hombres. Violar y secuestrar a las mujeres. Todos los que podían, huían a los montes para salvar la vida. Y de este rito aterrador emergieron decenas de historias de hombres y mujeres que murieron en circunstancias estremecedoras, de aquellos que lograron salvar el pellejo a duras penas, o simplemente de aquellos jóvenes deportados hacia Cordoba para ser vendidos como esclavos. Eran los tiempos donde ni siquiera los pueblos, tales como los conocía hoy, se habían eregidos. En esos tiempos la ira de Dios se obstinaba de tal forma en Valdvielso, que hasta un cometa cayó del cielo incendiando las cosechas de parte del Valle. Esas historias que tantas veces escuchó y que el mismo narró no eran leyendas. No exaltaban a nadie. Eran los recuerdos que no tienen tiempo, aquellos que de generación en generación se repetían, de un período donde el diablo vestido de sarraceno había asolado Valdivielso. El viejo mira cómo atardece. Todo es tan calmo, tan pacífico. ¿Cómo se pudo haber derramado tanta sangre en Valle tan hermoso? 

Los recuerdos de los antepasados tenían más que ver con sensaciones, precariedades, lecciones que había que aprender. Poco  o nada tenían que ver con la historia. Esta nos la cuentan los que sabían escribir. La colonización asturiana había irrumpido en Losa y Mena, amparados por sus defensas naturales y por los castillos construidos en Villaarcayo, Medina de Pomar, Espinosa, Sotoscueva y los macizos que nacían del Ebro. El hombre que había liderado tal esfuerzo era un tal Fernando, del que sólo nos quedó el nombre. El valle de Valdivielso era como un enorme dinosaurio que yacia fertil entre estrechos montes. Su fuerza estaba en su columna dorsal. Especialmente en castillos que como miles de ojos asustados coteaban a lontananza para advertir la presencia del infiel.  Estamos hablando del repoblamiento del siglo VIII- IX. El primero de estos fuertes era el de Tedeja. Este en verdad era un castillo con torre imponente que se levantaba a la entrada del valle junto a la Sierra de la Tesla en Trespaderne. Era de origen antiguo, romano tardío o visigótico. Protegía una de las entradas del valle a través de una panorámica impresionante. El segundo, era el castillo de Cuevaarena, ubicado donde se cruzan las aguas del río de Oca y el Ebro. Este era en verdad un puesto de vigilancia de dimensiones pequeñas. El tercero, que defendía más específicamente Valdivielso,  era el castillo de conocido indistintamente como el Castillo de la Tesla o Castillo de Alegre o Castillo de la Alegría  en Panizares que se levantaba junto a la heremita de San Juan. Los tres hicieron del Valle de Valdivielso un lugar más seguro a partir del IX. Más aún, la fundación de Burgos ayudó muchísimo pues puso la frontera con el Islam más en el sur. Eran los tiempos en que los antepasados de Alonso Fernández el viejo podían respirar más a gusto. 

A lo lejos, un borrico montado por un hombre que de pinta ya se podía decir que era el notario, y un escribano caminando a su lado, devolvía a Don Alonso al presente. Ese presente que no estaba tan lejos de la muerte. Se levantó pausadamente. Mucha historia mezclada con leyendas. Entró pausadamente en su casa. Ya era hora de dejar por escrito una larga vida de hijo de algo y labrador. 

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