Capítulo 7: Alonso Ruiz de Valdivielso

Alonso Ruiz de Valdivielso miraba las estrellas de esa noche obscura de Alcala  como si de alguna manera estuviese tocando las mismas que lo ensimismaban de niño en el Valle de Valdivielso. ¡Hace tanto tiempo ya! Y sin embargo la emoción de presentir la grandeza de Dios no dejaba de embriagarlo. Lo de Dios es pura belleza, suspiraba, sin la atracción estetética de lo divino el cristianismo sería letra muerta. ¿Cuándo? Señor, ¿cuándo seré tuyo? Suspiró mientras cerró la pequeña ventana de madera de su adusta habitación. Miró a su alrededor. La cama de paja. El pequeño velador. Una mesa de madera tosca al modo de escritorio donde se acomulaban papeles y cartas. Y un pequeño baúl para guardar algo de ropa y algunos libros. Uno a uno fue desabrochando los botones de la sotana para luego dejarla caer. Se quedó en calzones y con mucho cuidado fue sacándose el silicio dejando a la vista la carne cansada de los años y rojiza por las penitencias. Nada es absoluto. Ni la firmeza que algún día embelleció tu cuerpo.

Alonso Ruiz de Valdivielso solía subir a las cuevas de los moros cuando era niño, en los lindes de la Tesla entre Quecedo y Arroyo. Allí estaban esos enigmáticos socavones de forma rectangular esculpidos en la roca. En el suelo, se acomulaban pedazos de tejas, e incluso se vislumbraba los restos de algunos peldaños que bien podían ser la entrada a las habitaciones. "Aquí es donde mortificaban el cuerpo los primeros eremitas del Valle" le dijo alguna vez, y de manera solemne, algún monje del monasterio de San Pedro de Tejada. Fue tal la impresión que le produjo esa frase que desde ese momento no pudo sacarse de la cabeza a esos adustos y legendarios monjes de tiempos tan pasados. ¿Cómo es que se mortificaban? ¿Cuán largo ayunaban? ¿Se trataba de celdas individuales? Y esos socavones, ¿eran despensas? Si eran ascetas ¿qué tanto tendrían que guardar? ¿No serían acaso simulacros de tumbas sobre las que se recostaban por horas para recordar lo efímero de esta vida? Y sin embargo, estos monjes no habían sido los únicos. El pequeño Alonso conocía los restos de la ermita de San Sebastían, justo al final de las cuevas de los moros; la eremita de San Juan, la de San Andrés y tantas otras a lo largo del Valle. En el imaginario de este niño piadoso, el Valle de Valdivielso había sido una verdadera capadocia en el norte de España.

Lo que no sabía el niño era que una vez que se retiraron los musulmanes hacia el 750 proliferaron los eremitorios y las pequeñas iglesias en el Valdivielso. Cerca de 30, todas con sus solitarios o bien pequeñas comunidades encargadas de rezar por la comunidad y haciendo de la vida en penitencia, el mejor modo de regresar al Jardín del Edén. Hacía el 860, siendo Ordoño, rey en Oviedo, y Rodrigo el conde de Castilla, se comenzaron a organizar estas comunidades religiosas. El líder de este movimiento fue un tal Rodanio quien convocó a 33 sacerdotes que vivían dispersos en San Pedro de Tejeda. El pretexto no podría ser más extraordinario y convocó a todos los pueblos, seglares y laicos por igual. Rodanio traía al valle reliquias de San Pedro y San Pablo. Fue un gran tumulto. Todos se arrodillaban a su paso. Los enfermos las tocaban esperando un milagro. Las mujeres lloraban. Los hombres se golpeaban el pecho. Y es que ¿podía haber algo más impresionante en este reducido lugar de frontera que las reliquias de los fundadores de la Iglesia? Rodanio aprovechó la oportunidad para reunir a los monjes y sacerdotes dispersos para darles una primera y rudimentaria organización. El documento lee que "en nombre de Cristo reunieronse abades, sacerdotes, y legos católicos con el nombre de Hermanos de Teliata y en torno a las reliquias de San Pedro y San Pablo; aquí tenéis señalados los nombres de aquellos que en el futuro tendrán la vida eterna. Amen". La posesión de aquellas reliquias preciosas tuvo la virtud de reunirlos a todos y acaso también el deseo de asegurar sus presuras que en adelante debían disfrutar en común. El monasterio de San Pedro se convertiría en el eje articulador de la vida religiosa del valle durante el siglo IX y X.

Toda esa historia, de la cual no era consciente, pero que corría por las venas del pequeño Alonso Ruiz de Valdivielso, fue la que se llevó consigo cuando ingreso al Colegio de Alcalá siendo un puber. Lo acompañaban sus padres, Juan Ruiz de Valdivielso y Catalina Fernandez Rodríguez, hija de Don Alonso Rodriguez el viejo. También iba un hermano suyo que comenzaba a trabajar en la Corte del Rey y que terminaría siendo dispensero de la reina, Don Juan Ruiz de Valdivielso.  Recuerda que lo primero que lo asombró fueron los libros amontonados en las estanterías. ¿Es que acaso podían existir tantos libros en el mundo? Con una curiosidad que no cejó en ningún momento y que convertiría al estudio en una forma de oración y contemplación divina, abrazó con otros muchachos la vida religiosa. Desde esos primeros días no abandonaría nunca la universidad de Alcalá.Su amor por la sapiencia lo llevo a convertirse en el colegial mayor del Colegio San Idelfonso de la Universidad, y más tarde en el mismísimo rector desde 1570-1571. Además fue prior de la Casa Real de Nuestra Señora de la Ciudad de Toledo. Pero no se trataba de vanidades. Dios sabía tan bien de su pequeñez y de sus orígenes. Se puso el camisón de dormir, y antes de apagar el velón, dio un vistazo a la correspondencia. Gente tan distinta. De la Corte, de antiguos estudiantes, obispos, sacerdotes. Entre ellas le llamó la atención una pequeña nota de una prima a la que no veía hace tantos años: Doña María de Incinillas Huidobro Fernández. La dejo la primera de todas. Ya mañana vería de qué se trataba.

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