Capítulo I: Catastro de la Encenada, Quecedo.

Con el cansancio y la satisfacción de la tarea cumplida,  Joseph Saravia, Simón de Mata, Lorenzo García y Gabriel de Huidobro, daban fe ante Bartólome de Thonaya de que todas las respuestas dadas al largo cuestionario que constituía el Catastro de la Encenada eran verdad. Así contribuían a una de las más importantes iniciativas del Rey Fernando I: una reforma fiscal como Dios manda y que el Rey había planeado en todos sus territorios. Durante las indagatorias, habían estado presente ni más ni menos que el intendente de la Región en cuestión, el Marqués de Espinardo, y el cura del lugar de Quecedo, Juan Antonio Gallo. Para firmar y cellar el interrogatorio se habían movido a Burgos, cuando las calores primaverales comienzan poco a poco a mostrar su mejor cara, en Mayo, el 17 para ser exactos, de 1752. Los hombres habían hablado de lo suyo, de su pueblo, y de su gente. De Quecedo, de lo que conocían. Ese pequeño pueblo hecho de piedra donde un pasado guerrero y eremitorio se iba borrando con el paso inexorable del tiempo. Un pueblo entre tantos otros que parecían islas entre un mar bañado de verdes praderas y frutales, todo en el marco de un  largo pero angosto Valle de Valdivielso. De hecho, la descripción que hacen estos caballeros de las cualidades naturales del entorno de Quecedo se asemejaban más a un paraíso que a un lugar de este mundo. Y es que la tierra, de regadío, era generoso en hortalizas y lino; en el verano, viñas, zebada, arvejas, lentejas, zenteno, abas, y trigo; en los montes, Ayas. Entre los árboles los guindos y los cerezos destacan. Tampoco faltan los manzanos, los perales, nogales y otros. Una tierra que, aunque dispar, es en general muy fértil. De todo lo que se produce, se cobraba un diezmo a expeción de la lana, los pollos, las nueces, las guindas, las zerezas, las ciruelas y otras hierbas. De este esforzado diezmo una parte iba al beneficiario del lugar, otra al abad de San Salvador de Oña a través del monasterio de San Pedro de Tejada, otra al Hospital de la Veracruz de Medina de Pomar, entre otros. 
        
Ahora bien, la abundancia de cembrados y árboles frutales no completaban el bucólico paisaje de Quecedo y sus alrededores. El ganado desde siempre había sido parte de la vida y de los sonidos del Valle de Valdivielso. Había una vaca en Quecedo, que pertenecía a Juan García Huidobro, el escribano, ciento treinta y tres obejas, trece carneros,  noventa y tres cabras, entre otros animales. Un paisaje muy rústico, sin el más mínimo adelanto técnico salvo el molino arinero de tres ruedas sobre el rio Ebro del que llevaba la renta el vecino Manuel Ruiz. No había taberna, mesón, ni panadería. Tampoco carnicería ni mercado. No había cambistas ni mercaderes. Tampoco había un hospital.  Todo tenían que proveerselos los vecinos por sí mismos. Manuel Ruiz, el dueño del molino, era uno de los cuarenta y un vecinos, las catorce viudas, y cinco habitantes que componían la población de Quecedo. Si calculamos un promedio de cinco personas por familia, tendríamos una población aproximada de 250 personas. Quecedanos en general muy esforzados. Así y todo, un tal Juan de Rueda Velasco las hacía de herrero y  un tal Manuel de Sedano de sastre del Pueblo. Entre todos los habitantes,  había sólo un pobre al que atender.

El escribano del pueblo era Juan García Huidobro Gomez de Zorrilla, quien había heredado el oficio de su padre, Pedro Manuel García. Como muchos en el pueblo, poseía tierras de distinta calidad, repartidas por los campos del Valle y que lindaban con distintos vecinos, como con Joseph Fernández, con Josepha Goméz, con Miguel de Sainz, con Don Gaspar hijo de Espinosa de los Monteros, con el Marqués de Espinardo, con los Velazco, sólo por nombrar algunos. Tantos vecinos lindantes con sus tierras lo obligaba a tener buenas relaciones con todos. Y en general, Juan García Huidobro, era un hombre respetado. Al tener una buena cantidad de tierra,  estaba obligado a tener a varías personas a su cargo. Lo que más cembraba el escribano era trigo, avas, senteno, avena, y maíz.  Vivía en la casa del Cantón donde en el primer piso había un salón donde trabajaba como escribano, luego la cocina, y arriba varias habitaciones. A estas alturas de la vida con 46 años, y casado con Micaela Fernández,  sólo le quedaban tres hijos. Varios habían muerto, otro, Pedro, había emigrado a Chile con su tio Francisco Garcia Huidobro que era Caballero de la Orden de Santiago y muy rico. Solo quedaban los mellizos de 8 años y el mayor, Simón, de 12 años, quien era manco de ambas manos y que sólo le servía para trabajar en la tierra. En la casa del Cantón tenía una caballeriza, además de un corral donde tenía sus animales: dos bueyes, una vaca, una cría de oveja, dos mulas, un pollino, seis carneros, cuatro obejas, cinco cabras, entre otros. Tenía ademas, un pajar y cuevas para guardar vino.

Las casas habitables en Quecedo, la mayoría de piedra, eran setenta y tres...algunas de ellas de gran esplendor como la Casa Fuerte de los Huidobro o de los Varona que se eregía magnífica con su torre. Era uno de los referentes arquitectonicos de Quecedo. Frente a esta construcción, la casa solariega de los Fernández, formando una esquina puntiaguda formidable y extendiendo sus domininios a otras tantas casas que iban hacia el barrio de la Dehesa. La casa solariega de los Huidobro, conocida como la casa del Cantón, tampoco era nada despreciable pues también contaba con una torre apoyada en unos magníficos soportes.Y ya como figuras cada vez más fantasmales, desaparenciendo con el tiempo y por el uso que de sus piedras hacían los habitantes, se herejía todavía al lado de la mágnifica Iglesia de Santa Eulalia, los restos del Castillo de Quecedo, conocido como "el Palacio", con sus muchas troneras y paredes de tanta fortaleza y anchura que por  partes tenían más de dos varas castellanas. Este castillo le pertenecía al Excmo. Sr. Duque de Frías. Tenía un corral y un pajar, con un porte general de veinte y quatro varas de ancho, y de fondo nueve; confrontaba con el camino que guía a la iglesia. Y si de esta parte de Quecedo se miraba hacia los picos de la Tesla, entonces entre los confines de Quecedo y Arroyo se podían vislumbrar los altos restos heremitorios conocido como las cabañas de los moros, donde habitaron distintos monjes hasta el siglo XI.  Y al borde de los restos de las cabañas, los restos de la ermita de San Esteban, que dicen se construyó hace muchos siglos en lo que fuese un heremitorio visigodo. 

Este era el Quecedo donde vivía Juan García Huidobro, el mismo que había dejado atrás Francisco García Huidobro, su hermano tercero, el fundador y Tesorero Mayor de la Casa de Moneda, de la Capitanía General de Chile. Ese Quecedo donde sus ancestros habían vivido durante al menos 700 años y al que ninguno de sus herederos volvería jamás a vivir. 

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