Cueva de los moros y Cueva de los Portugueses (Jesús Moya y Ana Rallo)

Cuevas de los Portugueses (Tartalés de Cilla, Burgos)
Volver a las Cuevas de los Moros, o a las Cuevas de los Portugueses, es revivir siempre la misma experiencia frustrante: “¿es esto lo que parece?” La imaginación se dispara; la ‘loca de la casa’ –imaginaria definición teresiana–, cuyos excesos son de lo más parecido a la evidencia.
Las cuevas son dos conjuntos arqueológicos burgaleses en la margen izquierda del Alto Ebro muy próximos entre sí, que se pueden visitar en una misma escapada turística, y aun sobra tiempo para ver más curiosidades y maravillas.

Las ‘Cuevas de los Portugueses’
Las que llaman Cuevas de los Portugueses son un complejo de habitáculos rupestres en el desfiladero de la Horadada, donde arranca la carretera a Tartalés de Cilla. En un barranco, a uno y otro lado del torrente que baja de Tartalés a despeñarse en el Ebro, se suceden las covachuelas, muy alteradas por la ocupación portuguesa de obreros que trabajaron en obras hidráulicas a principios del siglo XX.
Escondidas por la maleza, se conservaron tal cual muchos años. Despejadas ahora, acondicionadas y señalizadas sin custodia, están a merced de visitantes no siempre respetuosos y a veces grafómanos. Algo más arriba, ya en el pueblo, se sitúa la Cueva de San Pedro, iglesita rupestre reducida casi a un ábside en herradura, visigótico o mejor mozárabe.
El conjunto se inscribe en el arco de edificios rupestres del Alto Ebro, y éste en particular se ha venido incluyendo entre los ‘eremitorios’ alto medievales de la zona. Sin embargo, en la línea secularizante actual, el cartel explicativo recoge como hipótesis alternativa una estación de trashumantes o seminómadas.
A mí me sigue gustando más la visión monacal. Borremos mentalmente la inmediata carretera y algún otro testigo del progreso técnico, y sin más nos vemos en un escenario de los Padres del Yermo, laHistoria Lausíaca de Paladio, o la Historia Filotea de Teodoreto.
Aunque, mejor pensado, ¿qué más da? La presencia física de mujeres y niños tal vez no fuese tan turbadora como se la figuraban los monjes en sus trances oníricos. Y en cuanto a vida espartana, allá se andarían religiosos y seglares. La misma plegaria en boca de unos y otros: “Padre, el pan de hoy”.
Con todo, hay aquí algún detalle inquietante: alguna de las ‘viviendas’ no tiene más abertura que un ventanuco ovalado; y es muy posible que otras que hoy son portezuelas irregulares y bajas hayan sido ventanas recortadas o erosionadas. ¿Y qué tiene eso de inquietante? En seguida lo vemos.

Las ‘Cuevas de los Moros’
A diferencia de los ‘portugueses’, estos ‘moros’ son referente genérico popular. Referente por lo demás absurdo, en un valle como Valdivielso, con un imaginario ‘histórico’ de resistencia invicta a todo invasor, con especial ojeriza a la Medialuna. Sólo el godo fue bienvenido, como importador de nobleza, porque en definitiva aquí se presumió de godo, hasta que una nueva ola nobiliaria arribó de las Islas Casitéridas, en especial de Escocia. Hidalguía universal, en todo caso, marcando pauta a vascos foramontanos y otras gentes propincuas. Dígalo el viazcaíno Licenciado Poza, ¿no estuvo por aquí la mítica Iberia, gran urbe de catorce puertas, que si no viene descrita en la Biblia por Ezequiel fue porque lo dejó para otros visionarios, como nuestro don Andrés?
¡Pero qué digo, si estuvo Iberia por aquí! Debajo de los pies la tengo, aunque sólo el solar, porque del resto, el conquistador Julio Cesar no dejó ni las piedras. Sólo esta reliquia arqueológica, las mal llamadas cuevas, y peor de los moros ni moras. Una hilera de 14 oquedades rectangulares apaisadas excavadas a media altura de un estrato duro desnudo muy buzante, casi vertical, del sinclinal de la Tesla, entre los pueblos de Quecedo y Arroyo.
El paisaje es aquí todo lo contrario que en el eremitorio de la Horadada. Aquello, un barranco; esto, un paredón dominante y abierto al sur, al ancho valle. Allí, una aldea, una laura de vida; aquí, una comunidad de muerte.
Desde abajo se ven los huecos seguidos, como si alguno de los varios Hércules que desfilaron por aquí hubiese emprendido el trabajo de cortar el peñasco para llevárselo a otra parte.
Como de costumbre, traigo el altímetro sin calibrar, así que a ojo pongamos 700-750 m de altitud. Como de costumbre, la cámara casi sin batería, lo justo para unas tomas con luz de tarde. 
Subir no es nada difícil, sabiendo la senda. Una vez arriba, la vista es soberbia, desde aquel farallón, que de pronto se ensancha un poco, en cortesía para con el pintor o el fotógrafo.
Bueno; pero en definitiva, ¿qué es todo esto? ¿Necrópolis, o algo más imaginativo? Quitando un par de huecos en el extremo oeste, erosionados o inacabados, que podrían ser sepulturas, el resto no encaja en la idea corriente de los enterramientos medievales. Como de costumbre, pude haber olvidado el metro, pero esta vez no ha sido así, lo que permite comprobar, más o menos, lo que figura en los libros; alrededor de 1,80 a 2 m x 0,70 x 0,60. La cueva primera (por el este) está más alta y mide más del doble que las demás. La siguen dos en pareja, una sobre otra. El resto, en hilera.
Para tumbas de la Edad Media, algo grandes parecen, y si fueron de moros, serían del Muzaraque y familia. Claro que pueden ser tumbas; pero desde que las vi –hace ya muchos años—, siempre me han sugerido un tipo muy especial: enterramiento en vida.

–¡Emparedamiento! Quite usted allá, buen hombre. Imposible.
–¿Se puede saber por qué?
–Verá: de entrada, el emparedamiento fue un fenómeno exclusivamente urbano…

Esta objeción sin vuelta de hoja, repetida y recopiada, tampoco falta en uno de los últimos libros publicados sobre el Valle de Valdivielso. Un caso más de confusión sobre el término emparedamiento.

Emparedados y emparedadas
‘Emparedar’ en lenguaje corriente es meter entre paredes, en recinto cerrado, como el convento o la cárcel. En latín, la immuratio, en la jerga inquisitorial, no era otra cosa que la pena de cárcel, que eso sí, podía ser perpetua. Una sosada para el magín romántico pre caldeado por los misterios conventuales, de modo que uno de los sustos que podía sufrir el visitante de una antigua abadía, en la novela gótica de terror, era el desprendimiento de un lienzo de pared, dejando a la intemperie la momia o esqueleto de un religioso o una monja emparedada a muerte por haber faltado a su voto.
Pero filfas aparte, lo del ‘fenómeno urbano’ es otra media verdad. En la Edad Media hubo conventos femeninos, como también parroquias, que tuvieron locales reservados a ‘encerradas’ o anacoretas, beatas que hacían vida ermitaña, solas o en compañía de otra religiosa o fámula. Hasta en monasterios masculinos hubo casos de emparedamiento femenino [1].
Este género de vida no era para cualquiera, y tratándose de mujeres los obispos aplicaron vigilancia especial, llegando a prohibírselo fuera del casco urbano, como fue el caso en Burgos, en el siglo XIV si mal no recuerdo. Las emparedadas finalmente serán simples beatas, mujeres que viven retiradas como monjas, pero sin convento [2.

Desde luego, hablar de estas cosas en un lugar como las Cuevas de los Moros no tiene ningún sentido. Aquí el ‘emparedamiento’ pudo ser otra cosa: una forma de ascetismo extremo, que prendió en el Oriente Próximo, en los inicios del monacato, y se imitó después en la Europa medieval. Consistía en hacerse emparedar temporalmente (una cuaresma, por ejemplo), dejando una ventanilla para comunicarse e introducir alimento y bebida. Ni más ni menos lo que acabamos de ver en el supuesto eremitorio de la Horadada, donde alguna celda carece de puerta. En todo caso, una celda deja espacio para estirar las piernas y hacer ejercicio. Un desahogo vedado a mis presuntos emparedados de Valdivielso. 
Uno de los pioneros del encierro total fue san Simeón Estilita el Viejo (o el Grande, m. en 459), que debutó sepultándose en una cisterna, antes de alcanzar su apogeo exhibiéndose 40 años sobre el capitel de un columna de 20 metros, cuya base todavía se conserva y sirve para hacerse fotos los turistas. Una vida tan dura no impidió al santo sobrevivir a su propio biógrafo Teodoreto, que 15 años antes había publicado su vida hasta la fecha, anunciando un final que otra mano tuvo que escribir.
De Simeón hablamos otro día, porque tuvo secuaces en España –aunque no en la Tesla, que yo sepa–, mientras mucha gente piensa que el estilitismo fue una ocurrencia irreverente de Buñuel con su Simón del Desierto. Irreverente, puede, pero ocurrencia de ningún modo.
No sé qué es más difícil, si tenerse en pie sobre una columna a cielo raso, o tumbado y emparedado en una de estas cuevas. El ascetismo mozárabe, tal como lo entendía un san Eulogio de Córdoba, daba para mucho.
La mística se nutre de metáforas. Morir con Cristo, enterrar al hombre viejo, fueron cosas que a veces se tomaron a la letra, generando observancias extravagantes y, todo hay que decirlo, de dudosa raigambre cristiana. 

¿Imaginaciones? Hombre, algún privilegio ha de tener el simple contemplador curioso sobre el arqueólogo profesional. Si el fenómeno se dio en otras partes, en condiciones similares, ¿por qué no aquí? En cuyo caso, los ascetas de Valdivielso llevarían ventaja a los de la Horadada en cuanto a sacrificio, pero sobre todo en ingenio, al conjuntar en este paredón altísimo el escondite del emparedado y el escaparate del estilita.
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[1] De ello trata Eileen Edna Power en su obra clásica, Medieval English Nunneries c. 1275 to 1535Cambridge Univ. Press, 1922; cap. IX (‘El pez fuera del agua’).
[2] En Inglaterra y en relación con el movimiento lolardo se produjo (en inglés de principios del siglo XV) el tratadito dialogado Dives et Pauper (ed. de Priscilla H. Barnum, Oxford Univ. Press, 2005). Suya es esta observación que tomo de Power, o. cit., pág. 366, nota 4, y es de lo más curioso por su feminismo, frente al modo de ver oficial católico:
“Vemos que cuando son varones los que adoptan el anacoretismos y la reclusión, en unos pocos años por lo común o bien caen en errores o herejías, o se salen por amor de mujeres, o por hastío de la vida, o fallan de otro modo. Pero de mujeres anacoretas así reclusas rara vez se oye ninguna de esas faltas, antes bien santamente empiezan y santamente acaban.”
(Dives and Pauper, mandamiento 6, cap. B.)

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