Capítulo 23: La Disputa sobre las pulperias en Santiago de los 60´s


Santiago de Chile hacia 1760 era una pequeña ciudad de casi 40 mil habitantes, de los cuales más de la mitad eran españoles, y luego casí en partes iguales, mestizos, indios, mulatos y negros. La población blanca vivía en el casco central de la ciudad, mientras que la mayoría de los indios vivían en las estancias de Maipo, Melipilla, Talagante, Pomaire, etc. Los negros, los mulatos y mestizaos vivían principalmente en los arrabales de La Chimba en el norte, y de ultra Cañada por el sur. En términos generales, ya en esta época Santiago estaba rodeado de varios focos de una miseria y violencia muy significativa. Un lugar priviligiado para el encuentro de esta gente eran las pulperas, tiendas donde se vendía productos, comida preparada, y vino. Eran casuchas con patios centrales o de fondo donde la gente socializaba, bailaba, se emborrachaba...y donde en algunas ocaciones se producían todo tipo de excesos que escandalizaban a la aristocracia: prostitución, asesinatos, peleas. La presencia de estos mestizos, mulatos y negros, incivilizados a los ojos europeos, producía temor. Y es que eran violentos, ladrones, perezosos, en fin, encarnaban todos los visios más repulsivos, los que en cualquier momento se podrían levantar contra los patricios civilizados. Estos vivían en el casco central de la ciudad que, a pesar de su pobreza y sus asequias constantemente tapadas, produciendo un edor destestable, estaba compuesta de casas de un piso, de muros hanchos y firmes de adobe, generalmente de blanco, y con una gran entrada, también generalmente pintada de rojo. Los techos, sea de tejas o paja, daban al pueblo una distinción propia. Eran en estas casas donde vivían la mayor nobleza, diez familias, con títulos de Castilla, también la de Francisco García Huidobro, Marqués de Casa Real desde 1760. Además de ellas, no eran pocas familias las que gozaban de ser parte de ordenes militares, o ser hijos de algo. Toda esta gente distinguida contaba con dos colegios para educar a sus hijos, el Carolino y el Seminario, además de la Real Universidad. Destacaba también  varios edificios dedicados a obras pias como una Casa de Huéranos, una Casa Correccional, el Hospicio y Capilla de la Caridad para entierro de pobres, etc. Y coronando todo esto, los edificios del Supremo Gobierno, la Real Audiencia, la Real Hacienda, el Consulado, la Casa de Moneda, la Catedral, la Iglesia de la Compañía, etc. Santiago era un pueblo, sin duda, pero con un carácter marcado por un clima templado y la presencia impresionante de la Cordillera de los Andes y el enorme glacial del Plomo. 

Esa tarde helada de Agosto de 1763 se presentó Don Pedro Joseph Lecaros y Ovalle a la casa de Francisco García Huidobro Goméz de Zorrilla. Lo recibió  en la puerta una esclava negra de nombre Tomasa. Tener una esclava negra en el servició era todo un signo de distinción en las principales familias de la Colonia. Lo hizo pasar al salón principal donde se encontraba muy a gusto. Además de una chimenea encendida, había brazeros en cada rincón, creando una temperatura perfecta. Don Pedro no dejaba de sorprenderse, cada vez que iba donde los García Huidobro, del lujo de este salón. Sus espejos con borde dorado y sus tullidos muebles hacían sentirse a uno en la misma Madrid. De pronto, con paso lento, entró el Marqués que atento  le saludo dándole la mano efusivamente. "Mi querido Pedro Joseph, que alegría tenerlo en casa, por favor tomemos asiento, la Tomasa ya nos traerá el maté y unos dulces de las clarisas".  El tema que los convocaba les inquietaba de manera irremediable. Hace ya algún tiempo, y siempre desde el liderazgo del Corregidor Zañartu, se había instalado en la aristocracia el tema de la inmoralidad y violencia que cundía entre las clases populares. Salir de noche en Santiago se hacía peligroso, y las riñas, muchas veces con resultado de muerte, se producían a las puertas de cualquier casa descente. Don Luis Manuel Zañartu había propuesto discutir en el Cabildo sobre el futuro de las pulperas. ¿Convendría cerrarlas de manera definitiva prohibiendo así la venta de alcohol? ¿O sólo sería mejor restringir su horario? ¿Y si en vez de cerrarlas se prohibieran el uso de los patios interiores para las orgías y disputas que tanto gustaban al roto? Don Pedro Joseph se extendió sobre su opinión que más tarde declararía ante notario. Don Francisco escuchaba atentamente mientras sorbía el mate. A veces asentía, otras intercabiaba alguna idea, o simplemente disentía. Finalmente Don Pedro Joseph le pregunto, "Y Usted amigo mio, ¿Qué haría con las pulperas?". "Encuentro-comenzó Francisco- que la situación es particularmente grave y que tenemos que hacer algo antes que todo nuestro esfuerzo civilizador quede en nada por las costumbres de estos salvajes. He reflexionado mucho sobre los perjuicios que se originan en el uso de la pulperas, orgías, asesinatos, muchachos alcoholizados, huachos por doquier. Un espanto. Y de verdad creo con el Regidor Zañartu, que la razón de todo ello es la libertad con la que han gozado hasta el momento los hombres y las mujeres que administran esos locales. Que hay que educarlos no hay duda-decía mientras Don Pedro Joseph acentía-pero de ahí a prohibir a las mujeres que administren estos locales me parece exagerado. Cuantas de estas mujeres terminarían directamente en la prostitución o sin medios para alimentar a sus huachos. No, no creo que sea justo prohibirles la administración de sus pulperas". "Pero me consederá querido amigo, que con ciertas condiciones" interrumpió Don Pedro Joseph Lecaros. "Sin lugar a dudas-continuó Francisco García Huidobro-en ese sentido hay que prohíbirles que tengan las puertas de las pulperas abiertas desde el tiempo de la oración en adelante. Que en los días de trabajo las pulperas se cierren después de la oración y punto. Y que cada cristiano se vaya a recoger a su casa como Dios manda. Y claro, los días de fiestas tenemos que ser aún más exigentes. En tales días, propongo, que no se habran las pulperas en ninguna hora. Ante Dios le digo mi amigo, creo que es la única forma de controlar la salvajada". En ese momento Tomasa retiraba el platillo vacío de los pastelillos y pasaba a la cocina a reponerlos. 


En toda esta discución patricia sobre las pulperías en los años 60 había un detalle no menor, sobre el cual, quizás pocos llamaron la atención. No había llegado ningún decreto desde Madrid para poder discutir el tema y tomar alguna decisión. Habían sido los mismos patricios, sobre todo la nueva aristocracia vasco-castellana, la que había tomado por sus propias manos la necesidad de hacer algo al respecto. Si bien los Borbones tenían la tendencia de controlar cada aspecto de la vida, se confiaban cada vez más en las aristocracias locales, sobre todo en instancias como los cabildos,  las que muchas veces excedían las atribuciones confiadas. Se gestaba poco poco la revolución criolla del segundo decenio del XIX. 

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