Capítulo 29: El derrumbe de Vicente Egidio García Huidobro Morandé

Mientras el carruaje que llevaba a Doña María del Carmen Aldunate Larraín se acercaba a la hacienda de Catemu los perros comenzaron a correr junto a éste mientras ladraban y movían la cola de alegría. También el Mayordomo del fundo, vestido de huaso, se acercó y comenzó a galopar a su lado escoltándola. "¡Bienvenida Señora!" le espetó, mientras la distinguida mujer le saludo graciosamente con la mano. Venía llegando de Santiago una agradable tarde de Enero de 1818. Con ella muchas noticias de aquellos convulsionados días. Desde el salón de la casona, donde se encontraba leyendo Don Vicente Egidio García Huidobro, Tercer Marqués de Casa Real, se escucharon los sonidos del carruaje aproximándose. Una tristeza profunda le nubló el alma. Se levantó lento, como si se tratase de un gran esfuerzo. Desde que los criollos se hicieran con el poder, de manera tan desleal, todo su mundo se había literalmente roto. Nunca pensó que sería testigo de tanta traición y mezquindad entre un grupo de patricios, todos parientes y amigos. Hace años que estaba sumido en la más honda de las tristesas, esas que se siente físicamente. Salió de la casa y se aproximó hacia donde venía el carruaje. Cuando Doña Carmen bajó del Carruaje le dio un cariñoso beso en la mejilla de Don Vicente, que ya en esa época contaba con 66 años, 16 años mayor que ella. Desde la puerta apareció corriendo el menor de los García Huidobro Aldunate, Luis, para abrazar a su madre. Ella se inclinó acogedora. "¡Mirenlo! ¡Mi Luchito querido! ¿Sabes que te he traído algunos dulces ricos?" El niño, flacuchento y paliducho, saltaba de alegría y extendía sus manitos para recibir de inmediato el regalo. Don Vicente y Doña Carmen rieron de buena gana. "Esperate Luchito, no seas tan impaciente", le decía su padre mientras le revolvía el pelo. Para la pareja Luis García Huidobro había sido un don de Dios en medio de la desolación. Había nacido cuando su madre ya tenía 45 años y ya había dado a luz 13 hijos. Nació en octubre de 1812, en la Hacienda El Principal de Paine, cuando la familia iba y venía entre ésta y Santiago. Eran los tiempos, como decía Don Vicente, cuando el sinsentido de la ambición se había apoderado de las principales familias de la Capitanía. La pareja entró a la casa seguidos de Luchito, los perros, y los empleados que llevaban el equipaje de la Señora. 

Cuando se encontraron sólos en el salón Doña Carmen se acercó y le tomó las manos a su marido. "¿Has podido dormir algo en las noches, querido?". Vicente se le quedo mirando como desde otro mundo. Como implorando respondíó, "no duermo, mujer, simplemente no duermo-y agregó atormentado-¿ya se ha firmado la declaración de independencia?" "Dicen que el próximo mes se firmará solemnemente", le apretó aún más sus manos como conteniéndolo. "Querido, no se aflija, las familias que detentan el poder son nuestros amigos y parientes, por ejemplo, todos mis primos Larraín, están muy bien intencionados con Usted. No dejaron de repetirme que sin Usted la República no se podrá construir". Vicente Egidio parecía ahogarse en un mar de lágrimas contenidas que eran imposibles de hechar a correr. La miró a los ojos. ¿Cómo podía estar diciéndole estas cosas a él, a quien hace apenas unos meses había intervenido en el Cabildo firmando una última y desesperada declaración de fidelidad al Rey Fernando VII? ¿Es que acaso esta mujer, tan Larraín para muchas de sus cosas, no era capaz de entenderlo? "¡Mierda!-exclamó mientras se ponía de pie abruptamente- y supongo que también estarán muy bien dispuestos a mandarme un Larraín para cobrarme esa humillante deuda de guerra de 70 mil pesos? ¡Por la mierda Carmén, y Usted me va a explicar quien va a pagar por nuestra casa en Santiago? ¡Arrazada y saqueada por la salvajada! ¿A caso va a ser el Huacho quien me va a devolver la vajilla y la mesa de plata que tanto significaba para mi padre?" Don Vicente estaba rojo, pero no de rabia, sino era su color de la derrota, esa que no podía desahogar. Salió del salón rumbo a su cuerto. Cabizbajo. Apenas si arrastrando sus pies. 

Un poco más tarde, Doña Carmen Aldunate se dirigió al cuarto de Luchito para cersoriarse de que dormía. Y así era en efecto. Sus hermanas más próximas, María del Cármen y María Mercedes, todavía unas muchachitas,  habían quedado en Santiago bajo el cuidado de su hermano Don Vicente García Huidobro Aldunate y su señora,y prima hermana, Dolores Marquez de la Plata y García Huidobro, los que todavía no habían podido tener sus propios hijos. Doña Carmen suspiró mientras se dirigía a su cuarto. Antes de entrar, vio a través de las ventanas los enorme alamos del camino que conducía a la hacienda. Los mismos enormes alamos de siempre. Impasibles al paso del tiempo...y al dolor. Entró sin hacer ruido, se quitó la ropa y se puso el camison. Se acostó junto a su marido quien descansaba en posición fetal y le abrazó desde la espalda. "¿Cómo está Francisco?" preguntó desde un doloroso susurro Don Vicente Egidio. Preguntaba sobre el primogénito de 27 años, el más querido de entre todos sus hijos. "Ya sabes-contestó como consolándolo- ahí está, como siempre. Estudia todo el día, rodeado de libros, la mayoría en latín. Apenas si sale de casa. Sus amigos lo tienen abandonado. Apenas si se ve con la gente a no ser que sean los empleados que le sirven". Entonces Doña Carmen sientió como el cuepo de su marido se estremecía. Eran espasmos dolorosos, tan contenidos. Por primera vez en tantos años al fin podía llorar y lo hacía con un dolor agonizante. "Esta bien, querido, esta bien" le repetía Doña Carmén Aldunate consolándolo mientras le abrazaba más y más fuerte.  

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