Capítulo 2: Nacimiento de Alonso Fernández Rodríguez, el mozo

No recordamos exactamente el día. Sí, que era en el último cuarto del siglo XV. Granada estaba por caer. Los reyes Católicos la cercaban como un gato cazando a un ratón. Colón todavía no se embarcaba a  las Indias. En un ricón del norte de la Península, a 70 kilómetros del norte de Burgos, en el Valle de Valdivielso, todo parecía ser demasiado ajeno a los grandes acontecimientos que se estaban jugando. Los labradores se encontraban sembrando el trigo en una de las porciones de tierra de Don Alonso Fernández del Barrio, a quien con el tiempo se le conocería como "el viejo" por su senectud. Sin embargo aquel día estaba lejos de imaginarse su futuro mote. En esa época era todavía joven. De contextura robusta. Ojos penetrantes. Nariz aguileña. Se encontraba montado en su caballo mientras supervisaba el trabajo de sus labradores. Era poseedor de una buena cantidad de tierras en el Valle de Valdivielso y de varias casas en el Barrio del Poyo, que iba desde la Casa Fuerte de los Huidobro hacia el barrio de la Dehesa. Era hijo de algo, es decir no tenía ascendencia ni judía ni musulmana. Tampoco había sido juzgado por el Santo Oficio, y era públicamente reconocido por su ser católico. Mientras contemplaba las faenas vio acercándose desde lejos la figura de un hombre que a todas luces venía corriendo y gritando. A Don Alonso le saltó el corazón. Giro las riendas, espoleó a la yegua, y salió al encuentro del joven. Cuando ya estaban a un par de metros de distancia pudo entender claramente lo que tanto repetía: "¡Doña María ya está dando a luz!". Se detuvo en seco. "¡Cómo es esto posible! ¿Tan pronto? ¿Ha llegado la comadrona?". El mensajero, que en realidad trabajaba para la Casa Fuerte de los Huidobro, apenas si respiraba. "¡La comadrona está por llegar, Señor! ¡Pero la Señora María ya está trabajando bien fuerte!". Sin ni siquiera darles las gracias, Don Alonso partió a todo galope a la casa solariega de los Fernández. La emoción lo embargaba entero, lo mismo que el temor. ¿Cómo resistiría el parto Doña María Rodriguez? Los dos eran de Quecedo. Se conocían de toda la vida. Se habían casado hace no muchos años. Él siempre había visto a Doña María como tan frágil que temía si resistiría los inmensos dolores del parto.

Cuando entró en la Casa Señorial el movimiento era evidente. Salió a recibirlo su padre, Don Alvar Fernández , "tranquilo hijo, todo saldrá bien", le calmó. Los paños calientes y limpios, las fuentes con agua, y todo lo necesario para el parto se llevaba a una habitación habilitada en el segundo piso, al lado de la cocina. La comadrona ya estaba dentro y hacía su trabajo. Desde fuera, Don Alonso y su padre Don Alvar, angustiados escuchaban los gritos de dolor de Doña María. "¿Cuánto tiempo ha estado así?", preguntó Don Alonso. "Ya bastante, mi Señor, el niño es muy grande y no puede salir" sentenció sin contemplaciones la vieja Catalina. Don Alonso le agarró las manos, las entrecruzaron, y comenzó a repetir un ave maría. Pero esto no calmaba a Doña María Rodriguez, quien, dentro de la habitación contigua, deliraba de dolor, con el cuerpo transpirado por entero. Y es que apenas si tenía fuerzas para seguir empujando. "¡Vamos mujer! ¡No te rindas! ¡El niño ya se viene! Respira y empuja, empújalo por Dios!".Pero nada, al revés, ella sentía que las fuerzas la iban abandonando, como si el cuerpo fuese quedando vació, como un bulto sin el menor valor. Y todas al rededor iban secándole la transpiración y limpiando todo el charco de sangre que se iba formando entre sus piernas. "¡Empuje!" repetían como mantra. Pero todo le parecía tan lejano a Doña María. Era como si pudiese observarse poco a poco desde fuera de su cuerpo. Y eso la aterró. Empujo con todo lo que le quedaba de vida. Y de pronto, como si la criatura hubiese decidido salir por su propia cuenta, sintió como salía muy rápido un enorme niño, todo morado, arrugado y compunjido. Cuando la matrona lo levantó, Doña María lo contempló como si fuera un extraño. Era tanto lo que le dolía todo el cuerpo. Y sin embargo, una emoción embraguiadora la completó entera. Una sensación indescriptible. Ella había nacido para este preciso momento. Todo lo demás era simplemente indiferente.

Afuera, cuando se escucharon los gritos del bebe, Don Alonso Fernández quedó paralizado. Dios mío, ya era padre. Miró hacia alrededor como buscando alguna explicación. Sólo encontró el abrazo cariñoso de su padre Don Alvar Fernández. Todos le miraban felices. Pasó un buen rato, hasta que una sirvienta salió de la habitación y le pidió que entrará. Lo hizo lentamente, como si estuviese aproximándose a la capilla de Sta. Eulalia. Allí estaba Doña María con claros signos de un cansancio extremo. Sin embargo, miraba a esta recién nacida criatura como sin saber qué hacer. Como una niña sorprendida por la esencia misma de la vida. Cuando se la pasaron a Don Alonso, éste no pudo sino sonreír de oreja a oreja. No cabía más de felicidad. "Ha llegado Don Alonso Fernández el Mozo" proclamó con un orgullo que apenas le cabía. Le devolvió el niño a su madre, le besó tiernamente la frente, y le dijo simplemente "te quiero". "Mi Señor, suplicó Doña María, no me haga pasar por este trance tan seguido". Ambos sonrieron. ¿Qué iban a saber que este sería el primogénito de 9 hermanos vivos?

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