Capítulo 18: Muerte de Josepha Alonso de Huidobro Pereda

España hace tiempo que venía decayendo. Ya con Felipe V se había pérdido Portugal y Flandes. La preponderancia francesa con los Borbones se acrecentaba en detrimento de una España endeudada y ensimismada. Y el Reino no paraba en malgastar ingestas sumas de dinero provenientes de las Américas en guerras Europeas. Con Carlos II, la situación empeoró aún más. La gente de la calle le llamaba el "hechizado" para reírse de su aspecto físico. Aunque había cosas aún más preocupantes que su deformidad, como su persistente esterilidad. Con todo la situación española parecía preocupantemente estancada en relación a los reinos europeos. Donde en los demás países parecían surgir nuevas ideas en relación a la astronomía, las matemáticas y la filosofía, España se empeñaba en definirse a partir de sus propios parámetros. ¿Pero qué podía importar esto en Quecedo? La pobreza en los pueblos era muy dura, lo que obligaba a los jóvenes a emigrar a Ámerica o bien a tomar el camino sacerdotal. Cualquier cosa para poder subsistir. Y esto que era tan duro, la verdad, no preocupaba a Josepha Alonso de Huidobro.  Josepha sufría unos dolores muy percistentes. Sabía que estaba al borde de la muerte. Encerrada en una de la habitaciones de la casa del Cantón, era atendida por una de sus hijas, la Francisca Antonia Huidobro Alonso de Huidobro, quien la limpiaba y alimentaba. Francisca Antonia no vivía sóla, el año pasado,  el 8 de Abril de 1692, se había casado con Pedro Manuel García Goméz de Zorrilla, hijo de algo, escribano y labriego, hombre horiundo de Medina de Pomar pero con ascendencia en Quecedo, donde vivía desde que se había trasladado a la casa solariega de los Huidobro, la que había comprado y remodelado. Sacó a todos los animales y herramientas del primer piso, e instaló un escritorio para atender a la gente como escribano. Bajó, también, la cocina del segundo al primer piso. Agrando el corral y las caballerizas para los animales afuera de casa. Pedro Manuel también cuidaba personalmente de su suegra Josepha, a tal punto que ésta le llegó a querer mucho. Aparte de Francisca Antonia y su marido Pedro Manuel, cada dos o tres semanas, llegaba de Oña su otra hija, Josepha, a ayudar en las cosas de su madre. Esa mañana de 1693 el notario y el escribano habían estado tomando su testamento de Josepha Alonso de Huidobro. Esta mujer, de larga vida, y de una cabeza envidiable, ya estaba llegando al final de sus días. 

De regreso del campo aquella tarde Pedro Manuel se acercó a la Francisca Antonia desde atrás, le tomó los hombros, y le bezó la cabeza. "¿En qué estará pensando tu madre?" "¿Quién sabe? le contestó escueta la Francisca Antonia. "El escribano me dijo que en la mañana había estado en su pleno juicio, que había profesado su fe con toda claridad, incluso había invocado su devoción a San Francisco de Asís". Y sin embargo, Pedro Manuel tenía razón...¿en dónde estaría la mente de Doña Josepha? Como en columpio pasaba de un deseo ardiente de encontrarse con Dios a recuerdos entrañables que parecían espejismos impresisos. Imágenes de su pueblo natal, Arroyo. O de su niñez y juventud en Oña, como la hija del Alcalde. Y más aún, como aquel 19 de Marzo de 1659 se había casado en Quecedo con ese militar apuesto, fornido, y de buen corazón, que era el buen Joseph Huidobro Fernández. Ese día había sido el más feliz de su vida. Desde que ese hombre la hizo mujer, no hubo día que no lo hubiese amado y extrañado. Un amor a la distancia, siempre con la preocupación de la guerra y la muerte. Pero también con la vida que nacía, y cómo olvidar la primogénita, la Francisca Antonia bautizada el 4 de Mayo de  1673. Cada vez que llegaba a Quecedo abrazaba a sus niñas con tanto amor, y a ella con tanta pasión que parecía afixiarla de tanto deleite. Y sin embargo, como un trueno que se espera en una tarde de tormenta, llegó la noticia de su muerte, camino a Quecedo, en el convento de los franciscanos de Burgos en 1681. Josepha cayó en una profunda tristeza. Con la simple fe del pueblo, sabía que estos sufrimientos de alguna manera completaban los de Cristo en la cruz. ¿Qué más se podía decir a sí misma para consolarse? Mando a algunos criados a buscar el cuerpo de su marido, que llegó luego de una semana a Quecedo. Fue enterrado, como todos sus ancestros, en la Iglesia de Sta. Eulalia. Josepha no lloró, sólo se quedó contemplando ese rostro blanquecino de su amado. Y como un resorte sintió el mismo deseo de abrazarlo apasionadamente para sentir su cuerpo latir junto al suyo. 

 "¿Dijo el notario algo especial sobre el testamento?" Preguntó Pedro Manuel. "Ya sabes, nada nuevo de lo que mi madre ha repetido hasta el cansancio. Todo en partes iguales entre mi hermana y yo", respondió la Francisca Antonia con un dejo de desprecio. ¿Y si era verdad que este hombre lo moviese en demasía los asuntos de la familia de su mujer? "Ya basta de pensar mucho, Francisca Antonia, voy a llamar a una criada para que se quede con tu madre, para que nos podamos a ir a descanzar". Y así lo hizo. Ya en la cama, el hombre se aproximó y la abrazó. Francisca Antonia no sabía si lo que éste quería era solo contenerla o hacerle el amor. Pedro Manuel parecía tan bueno, tan malo, tan confuso. Ella se movio levemente, como pidiendole más claridad. Pedro Manuel le acarició los cabellos esperando que se durmiera. Francisca Antonia necesitaba descanzar. 

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