Capítulo 19: Don Pedro Manuel García Y Doña Jun Gullaume

¿Podría haber algo en común entre un pequeño pueblo de Castilla la Vieja y el magnífico puerto de St. Maló en la Bretaña francesa hacia el primer cuarto del siglo XVIII? Al parecer muy poco, sólo un padre y una madre, cercanos a la muerte, y angustiados por la suerte de sus hijos. El primero era Pedro Manuel García Gómez de Zorrilla. Oriundo de Medina de Pomar, aunque su ascendencia era Quecedana, había vivido gran parte de su vida en Quecedo. Esto desde que se mudara a la casa del Cantón donde vivía su mujer Francisca Antonia Huidobro Alonso de Huidobro en 1692. No había sido un gran matrimonio, pero la mayoría de las veces suelen ser así. A pesar de que Pedro Manuel era escribano real por parte de la familia Gómez de Zorrilla, había sido elegido regidor por Quecedo en 1695, contador de los caballeros de hijo de algo y alcalde de la Cofradía de la Hermandad en 1701, y probado hidalguía junto a sus hijos varones en 1704, no podía dejarse de sentir menos en relación a la familia de su mujer. La dote que recibió Francisca Antonia fue extraordinariamente generosa: 25 mil reales por parte de Joseph Huidobro, y 900 reales por parte de la familia de Josepha Alonso de Huidobro.  Cuando murió su suegra, Josepha Alonso de Huidobro, ésta tenía algunos bienes en Población que habría heredado de su marido Joseph Huidobro, y este, a su vez de su madre Catalina Alonso de Huidobro.  Francisca Antonia Huidobro y su hermana Josepha Huidobro querían su parte. De allí apareció en escena Pedro Alonso de Huidobro, hijo de Juan Alonso de Huidobro, el hermano de Catalina Alonso de Huidobro, y su segunda mujer Melchora María Bonifaz y Ruiz Barrientos, nacida en Frias en 1672, los que  al no tener suceción, sumaron a una hermana suya, una tal Clara Bonifaz Barrientos, como heredera. Esta Clara Bonifaz Barrientos estaba casada con un primo, un tal Gabriel Bonifal y Arceo. Estos Bonifaz era gente poderosa, que reclamaban todos los bienes de población. Tanto más que pusieron en la Iglesia de Población inscripciones de sus familias, tratando de olvidar el pasado Alonso de Huidobro y Huidobro de la Casa Torre y del pueblo en general. Hay que decir esta situación terminó hundiendo a Pedro Manuel porque los Bonifaz de Burgos era gente con tantas influencias que no convenía litigar. Pedro Manuel se sentía humillado por estas familias más poderosas, que seguramente lo miraban como un simple escribano labrador  a cargo de todas las tierras heredadas de los Huidobro y los Alonso de Huidobro. En medio de toda esta crisis, Francisca Antonia Huidobro Alonso de Huidobro no sabía donde quedar parada. Por supuesto que estuvo cerca de su marido, pero en medio de un conflicto con su familia, y la parte más poderosa de la misma, no la dejaba en una comoda posición.  Así navegando en medio de dos mares el matrimonio se fue enfriando más y más, y finalmentes, luego de un embarazo desafortunado Francisca Antonia moriría dejando a Pedro Manuel con cinco hijos vivos y un montón de problemas. El más grave de todos, una cantidad enorme de ofensas a su honor. 

En estas condiciones las ganas de vivir del viudo se fueron minando más y más. Pasaba gran parte del tiempo trabajando como escribano en Medina de Pomar y pasando temporadas en Quecedo. Cuando comenzó a enfermar y fue a Villarcayo a entrevistarse con el notario para dictar testamento poco le importaba ser enterrado junto a su ex mujer. De ser el caso que muriese en Quecedo, que su tumba estuviese cerca de la de su mujer. De morir en Medina, que lo entierren   en una iglesia del mismo pueblo. Sólo le interesaban dos cosas, el poder morir fiel a su fe católica, con todos los ritos y oraciones del caso, y la suerte de sus tres pequeñas hijas. Esto último era lo que lo atormentaba y le hacía pedir a Dios que prolóngase su vida. Pedro Manuel había visto morir a dos hijos pequeños, y partir a otros dos a las Américas. Uno, José, había pasado hace ya años a las Indias, y su rastro se había perdido. No se sabía si estaba vivo o muerto. El segundo, Juan Gregorio García Huidobro, escribano igual que él y que habitaba en la casa del Cantón, era su único soporte y esperanza a pesar que sólo tenía 20 años .  Un tercer hijo, un muchacho de 18 años llamado Francisco esperaba ser embarcado en Cádiz con rumbo al Perú. Y al final las tres niñas todavía pequeñas, la Manuela de 15 años, la María Tomasa de 13 años y la Lorenza García Huidobro de 3 años. ¿Qué sería de ellas si quedaban huérfanas siendo tan niñas? ¿Qué suerte podrían sufrir? De hecho, estos fueron los últimos pensamientos de Pedro Manuel para sus hijos hombres...estén donde estén, si he de morir preocuparos de vuestras hermanas pequeñas. Los bienes, repartirlos en partes iguales, pero lo más importante, preocupense de sus hermanas. De los tres, sólo Juan García Huidobro cumpliría los deseos del Padre. 

Un año más tarde el corazón de una mujer escribiría líneas muy parecidas. Esta vez lejos, en St. Meló, en la Bretaña Francesa. Se trataba de una mujer anciana y muy sola. Desde la ventanilla de su pequeña casa podría destilar amargura por tanta desventura, y sin embargo sólo tenía pensamientos para sus hijos pérdidos en algún lugar del mundo. ¿Estarán bien? ¿Se encontrarán sanos? ¿En qué parte del mundo se encontrarán? Se llamaba Doña Jun Gullaume. Su marido, aunque un fanfarrón, tenía familiares que se ubicaban muy bien en la sociedad. Empesando por su cuñado,  D. Julian Briand, señor de Houperies, consejero del rey, y recaudador contralor de las consignaciones de las aguas y bosques de Busquen. Luego, un sobrino de su marido que era consejero del parlamento de Bretaña y del marqués de Montbourcher y del marqués de Gue-Gadeuc, toda gente importante en St. Maló. Y si bien, el destino podría haberle reservado una mejor vejez, allí estaba Doña Jun, padeciendo achaques y necesidades. Sólo la gentileza y humanidad del Señor y Señora de la Ville Puellet Magon, sus parientes más cercanos, sus verdaderos amigos, la sostenían. Y es que ellos eran los únicos que se hacían cargo de ella. La conocían tan bien, cada mirada, cada suspiro. Siempre mirando hacia el mar, esperando el milagro que alguno de esos veleros traiga con vida a alguno de sus hijos. El mayor, Juan Francisco Briand de la Morandais, había partido con la armada francesa a hostigar a la armada española durante la guerra de Sucesión al principio del XVIII. Doña Jun sabía que sería un viaje largo que lo llevaría a las Américas, pero jamás imaginó, que ese joven que alguna vez pensó abrazar la carrera eclesiástica, desaparecería con el horizonte para siempre. ¿Qué podía saber Doña Jun que su hijo desembarcaría en un lugar llamado Talcahuano, la petit france de la Capitanía General de Chile? ¿Qué podía imaginar que después de tantos meses de navegación su hijo desertaría allí en un insignificante punto del sur del mundo? ¿Cómo llegar a enterarse que el joven se casaría con una aristocrática criolla hija de algo, doña Juana Francisca Cajigal y del Solar, y que a estas alturas ya radicados en Santiago le habían dado ocho nietos que nunca abrazaría? Efectivamente,  Juan Francisco, casado y ya radicado en la Capital, vivía del comercio entre Valparaíso y Lima. Era un hombre respetado de la aristocracia ascendiente de esta miserable colonia española. ¿Era acaso imaginable semejante destino para su propio hijo? Aunque todo esto lo ignoraba,  Doña Jun presentía que su hijo estaba vivo y que pronto regresaría. Y en su pequeño mundo de pobreza en St. Maló había sola una preocupación en relación a este hijo lejano para esta madre que moría: que Juan Francisco recuperé para si la vajilla de plata que le pertenece y que se quedó al cuidado de su madre cuando se embarcó.  A Doña Jun le angustiaba la idea de pensar que su hijo creyese que le había fallado. No, hijo querido. Ahí está, completa, la vajilla de plata que me encargaste. La cuide, le saqué brillo, todo está como lo esperabas. Y si muero, entonces, los Señores de la Ville Paullet se encargarán de devolvertela en su momento dado.  Esa era su preocupación: que su hijo supiese que ese vajilla que con tanto énfasis le pidió cuidarsela, había estado bien guardada desde el primer día. La madre no había traicionado al hijo de quien nunca más supo nada. Poco importaba en el testamento donde sería enterrada. Lo más importante era la vajilla encargada por Juan Francisco Briand de la Morandais. 

La pobre mujer se había ido apagando viendo desde la ventanilla a los veleros llegar. Sabía que Juan Francisco era el heredero, que antes o después de su muerte, podría volver. En caso de no hacerlo, quién sabe, quizás su segundo hijo, a quien habían declarado muerto civilmente, podría convertirse en el heredero. Se trataba de Claudio Briand que partío un día hacia el interior de Francia y que nunca más se supo de él. Que Clauidio sepa, esté en este mundo o en el otro, que su madre le dejaba una pensión anual de 850 francos. Y que Dios se apiade del alma de esta mujer, decía profesando su fe, porque le estaba encomendando su alma para que cuando fuese su voluntad pueda sacarla de esta prisión que es el cuerpo, y mandar a éste a la tierra.  Y sí, esto sería lo que sucedería en unos días más, cuando la mujer de cabellos blancos no desperto más. Entonces, los Señores de la Ville Paullet  cogieron la bajilla de plata de Don Juan Francisco Briand de la Morandais y la guardaron en su casa en un baul. Nunca se sabe. Quizás algún día regrese el heredero y reconozca la humilde fe de su madre. 

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