Capítulo 22: Rumbo a Fundar la Casa de Moneda

Lorenzo García Huidobro tenía siete hermanos, tres de los cuales eran varones. Él era el mayor de ellos, por lo tanto tenía preferencia para partir a las Américas. Sus padres, viendo lo duro que se hacía la vida en el Valle, lo alentaron desde niño. Y es que las opciones eran América o la vida clerical que tantos hombres renombrados había engendrado en la familia. Hay que decir, sin embargo, que todos estos deseos se multiplicarón cuando hacia 1737 regresó a Quecedo Francisco García Huidobro. Todo el pueblo estaba conmocionado. Por su puesto no era el primer indiano que regresaba al Valle, pero cada vez que esto sucedía era como si un enorme cometa eclipsará el firmamento. ¡Más curiosidad aún provocaba el negro Josef Antonio! Pocos eran los africanos los que se asomaban por Quecedo. Los primeros en acaparar a Francisco fueron sus hermanos, Juan García Huidobro y su Señora Micaela Fernández de Quintano, Manuela García Huidobro y su marido Lorenzo García Huidobro, María García Huidobro y su marido Manuel Astete y Alonso de Castilla, Lorenza García Huidobro y su marido Andrés Antonio Alonso de la Torre y García de Santillana.Todos celebraron el matrimonio de Francisco, y aunque se sabía que ya había pérdido a su primogénito, Juan Manuel, nadie mencionó el tema. Las preguntas iban y venían ¿Quién era esta Francisca Brian de la Morandais con la que se había casado? ¿Era Bilbaina? ¿O es que era verdad el rumor de que era una hija de francés de la Bretaña? ¿Es acaso una jovencita que apenas se apunta a los 18 años? A pesar que Francisco había viajado varias veces a España en sus viajes comerciales entre América y Cadíz, era primera vez que había subido a Valdivielso en tantos años. Nunca imaginó que se había convertido en un héroe. Menos que desde una esquina, y embobado con sus relatos, no se perdía detalle alguno su sobrino Lorenzo García Huidobro.
Con los días se supo que Francisco había subido a Quecedo porque tenía suficiente tiempo mientras se tramitaba su aceptación a la Orden de Santiago. Ser admitido en la Orden de Santiago implicaba no sólo ser hijo de algo, sino tener mucho dinero para llevar a cabo todos los trámites que se pedían. Especialmente pagar por un interminable números de cuestionarios que se debían realizar para asegurar la limpieza de sangre de sus antepasados. Esa mañana se encontraba contemplando el Valle desde la cabañas de los moros con sus sobrinos Lorenzo y Pedro. Además de la posibilidad de convertirse en caballero, a Francisco le exitaba la idea de haberse convertido en Corregidor de Aconcagua. En Madrid había adquirido por 1000 pesos este cargo que le permitiría controlar el creciente comercio entre Chile y Argentina a través de la Cordillera. "El Aconcagaua, le explicaba a sus sobrinos, es un valle de una hermosura única. Es muchisimo más grande que Valdivielso. Le cruza un río, que tienen que verlo, sobrinos. Nuestro Ebro parecería un arroyuelo en su comparación. En invierno puede ser tan torrentoso que en algunas partes se hace difícil cruzarlo. Pero lo más increíble es que está a los pies de los Andes que lo contienen como una gran muralla. En invierno es impresionante, todo blanco, todo lleno de recovecos con porte de gigantes". Pedro contemplaba el pequeño Ebro del norte, y la verdad, es que le parecía preferible a cualquier Aconcagua américano. "¿Pero no es que usted no vivía en Santiago, tío?" interrumpió algo confundido Lorenzo. Francisco río. "Claro que vivo en Santigo. En el Aconcagua tendré a mi gente trabajando por mí. Yo vivo en Santiago, una ciudad pequeña, pero con muchos españoles que vienen llegando de por aquí. Hay que tener cuidado con algunos de los indios, pero en general son gente pacífica. Les va a gustar. Voy a organizar un buen matrimonio para Vosotros", sentenció mientras los miraba con aire paternal. Y en esto Francisco llevaba la razón ya que en Madrid había adquirido también el cargo de Alguacil Mayor de la Audiencia de Chile lo que lo ubicaba en el centro del poder de la pobre colonia. "¿Pero podré regresar de vez en cuando al Valle a visitar a mis padres, verdad?", preguntó Pedro. "El viaje es largo, más o menos tres meses, pero verás que lo harás más de una vez. Eres joven todavía".
Francisco García Huidobro estuvo cerca de dos años en el Valle, entre Quecedo y Arroyo. Le habían elegido Contador del Estado Noble en 1740 y Regidor de los Caballeros Hijos de algo en 1742. Francisco amaba Quecedo, Arroyo, y cada pueblo y rincón del Valle. Era su tierra. Su aire. Pero sabía que tenía que regresar a Chile. Y no sólo porque había dejado a su señora allí. Era porque durante este tiempo en España se había estado fraguando uno de los golpes de suerte que le podrían cambiar la vida entera. Lorenzo lo veía encerrado sacando cuentas, mandando a su esclavo y siervos de aquí y para allá con cartas, y él mismo forzando viajes a la Corte en Madrid. "¿En qué andas metido Francisco?", le preguntaba curiosa Doña Manuela cuando regresaba de las labores del campo. "En algo demasiado grande", le respondía serio Francisco. Y sí, era verdad, hace meses que llevaba negociando en la Corte la posibilidad de asumir los gastos de la instalación y mantunención de la Casa de Moneda que el Rey Felipe V quería fundar en Santiago a cambio del empleo de tesorero para él y sus herederos a perpetuidad y de todas las utilidades que produjera (un porcentaje por moneda acuñada). Se levantó y tomó por la cintura a su hermana mientras ésta amazaba el pan para la tarde. Si supiera con quienes había tenido que verselas su hermano mientras la pobre mujer batallaba entre el campo y los quehaceres de la casa. Francisco tenía poderosos enemigos, el virrey del Perú, José Antonio de Mendoza, Marqués de Villa García, y numerosos criollos que eventualmente preferirían vender el oro y la plata al Perú y no al Tesorero de la Casa de Moneda. Y allí estaba, en su amado Quecedo, comenzándolo a dejar para siempre, forjándose el destino definitivo como un portentado en las Indias. ¿Eso era lo que realmente quería? ¿Ser él y sus herederos tesoreros a perpetuidad allí en el fin del mundo? ¿No había pensado siempre en hacer la América para después volver al valle y construirse una casa blazonada como tantos otros lo habían hecho en Quintana y el Almiñe? ¿No estaba llendo muy lejos? La Manuela se dio vuelta. "Algo te tiene preocupado hermanito querido", sentenció.
Esa noche, cuando alcanzaron Cadiz, Francisco, Pedro y Lorenzo García Huidobro, acompañados por el fiel Josef Antonio, se encontraron en el Hotel con Manuel Balmaceda y Ortega, el tallador, y un hijo de éste llamado Severo Antonio Josef. También estaba allí Josef de Saravia destinado como ensayador y atarcarod de la casa de Moneda con un criado propio. Allí, Francisco mostró una vez más la real cedula del primero Octubre de 1743 por la cual le mandaba fundar la casa de Moneda en la Capitanía General de Chile. Destaparon una botella de buen vino y celebraron. Ya tenía toda la maquinaria necesaria para embarcarla en el navio Santiago Perfecto y zarpar rumbo a Buenos Aires. "Muchachos, ya no hay vuelta atraz. Preparemos el corazón para servir a nuestro Rey, y de paso multiplicar nuestra hacienda". Eran palabras optimistas, un poco inconcientes de las enormes dificultades que recien ahora tendrían que enfrentar. Eran también palabras de despedida. Era como si estuviese despidiéndose para siempre de España. Y eso sí le dolía el corazón.
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