Capítulo 24: La Casa de Moneda vuelve a la Corona.

Doña Francisca Javiera Briand de la Morandé se paseaba inquieta por los pasillos de su casa en la esquina del  "Callejón de las caballerizas" con la calle de Morandé. Era una mujer de 51 años, que a pesar de haber dado a luz a 15 hijos, se mantenía firme como un roble. Hace unos días había llegado el decreto que hacía realidad lo que se venía rumoreando por semanas, el rey Carlos III tomaba la Casa de Moneda de los García Huidobro para encomendarla a otras personas. Francisco García Huidobro había tomado la noticia con templanza y admirable obediencia al rey. Sin embargo, había sido un golpe tan duro que había acentuado sus intermitentes desvarios. El Marqués ya contaba con 73 años y su salud mental no era muy buena. A veces se encontraba en Santiago, como en otras, en su Quecedo natal. Doña Francisca esperaba la llegada de algunos de sus hijos para discutir los pasos a seguir. El primero en aparecer fue Vicente Egidio, un joven de 19 años, el quinto de los hermanos, impetuoso, con una energía admirable, aunque conservador de valores. Besó a su madre, y aprovechó que sus hermanos no llegasen todavía para ir a saludar a su padre. La devosión que sentía por su padre era del todos notoria. El segundo en llegar fue el mayor, José Ignacio, de 26 años, todavía soltero. Era digno heredero del Mayorazgo y del Marquesado. Inteligente, extremadamente ilustrado para su edad, responsable. Se saludaron con un bezo y ella lo invitó a entrar al salón. Rafael, de 18 años, que en tres años más se doctoraría en en Leyes y Teología de la Real Universidad de San Felipe, y que tenía fuertes inclinaciones sacerdotales, llegó junto a Francisco de Borja, que a pesar de tener sólo 14 años se le había invitado a la reunión para que así se fuese preparando en las cosas de familia.  

Mientras los hijos mayores se iban acomodando en el salón, Vicente Egidio conversaba con su padre en los jardines interiores. Mientras escuchaba una y otra vez sus historias, Vicente contemplaba lo que iba quedando de este hombre tan grande. Francisco García Huidobro Gómez de Zorrilla, Marqués de Casa Real, solía hablar de Quecedo, de las cerezas que cogía de niño junto a Francisca Antonia Huidobro Alonso de Huidobro, su madre. "¿Te gustaría estar allí, mi papacito lindo?", preguntaba Vicente. "Todo el tiempo" respondía Francisco, quien luego de dejar un rato de silencio comenzaba de nuevo, "te he contado que cuando llegué a Buenos Aires en 1745 para desde allí salir a Santiago, supe que el barco donce viajaba Manuel Balmaceda y Josef de Saravia, con los instrumentos para hechar a andar la casa de moneda había sido secuestrado por los ingleses. ¡Esos ingleses son unos hijos de puta! Nunca hagas negocios con ellos. Nunca. Imaginate que dejaron a los nuestros con unos portugueses quienes pidieron un rescate de 1400 pesos por las personas y otros 1900 por las herramientas. ¡Te lo imaginas! Luego de pagarlo y cuando llegaron finalmente a Buenos Aires venían aterrados! Esos portugueses son unos esclavos insignificantes de los ingleses. Nunca te fies de un portugués. Nunca" . Vicente había esuchado la historia miles de veces, pero ahí estaba, ya en edad avanzada, su padre, su amadísimo padre, aquel que partiendo a las Américas sin más que su encanto y nobleza, había llegado a ser el hombre más rico de la Capitanía de Chile. No se contuvo, y le bezó las mejillas, "mi papacito querido" le susurró. Francisco García Huidobro no dijo nada, sólo le miró con cariño y le espetó: "Ya basta de sacar la vuelta. ¡Vaya a trabajar! ¡Mire que hay mucha moneda que acuñar!". En ese momento Vicente Egidio se inclinó y se dirigió al salón de la casa desdes donde lo llamaba su madre. 

Francisca Javiera Morandé le había pedido a los menores, niñas y niños, que no interrumpieran y que se fueran con las empleadas. Miguel, de 10 años, protestó, "yo tengo todo el derecho de estar en esta reunión con mis hermanos", declaró altivamente, sacando más de una sonrisa. Ya solos, Francisca Javiera Morandé hizo servir el mate y algunos pastelillos de las monjas Clarisas. Todo sobrio y elegante sobre la esplendida mesa de plata que destacaba en el centro del comedor de los García Huidobro. "No vamos a hacer un escándalo de esta desición real. Vuestro Padre siempre ha sido fiel a las desiciones del Rey. La conseción del Marquesado de Casa Real nos ha engradecido y hay que agradecerlo mucho". Todos comprendieron, ese sería el criterio fundamental. Obediencia al rey. "Esto no nos resta de pelear sobre los derechos que nos debe la corona". Todos sabían que de acuerdo a la Real Cedula se le debía pagar a su padre el cinco por ciento sobre las sumas que le adeudaba la corona por los gastos hechos en la instalación de la Casa de Moneda. "Pleitaremos principalmente en España, José Ignacio, preparate para viajar a defender nuestros derechos". Todos la escuchaban atentamente. Esta mujer de Concepción, hija de un marino bretón y de una noble hija de algo penquista, era de armas tomar. Era la que llevaba la familia, organizaba los matrimonios, enviaba a otros a conventos o seminarios, decidía qué se tenía que hacer en momentos cruciales. Y esto era especialmente cierto desde que Francisco García Huidobro había comenzado a delirar con ideas fantasiosas. Dicho los criterios funamentales, los hijos comenzaron a desplegar sus puntos de vista. 

En el jardín, sólo bajo un cerezo, Francisco García Huidobro tomaba el sol. Había momentos en que pensaba que todas esas haciendas que había comprado en Chile, todas las casas, joyas, títulos y hornamentos eran las cadenas que nunca lo dejarían volver al Valle de Valdivielso. Suspiraba, y es que estaba tan lejos de su querida España.  



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