Capitulo 25: El Abate de Molina y José Ignacio de Huidobro

El Abate Molina, un hombre maduro de 40 años, trabajaba conciensudamente en su austero cuarto lleno de estantes con libros, y apuntes desparramados en el gran  escritorio cerca de su cama. Desde los dolorosos años de la supresión de la Compañía de Jesús, había trabajado como profesor de Griego en el Universidad de Bolonia y había escrito el  Compendio della storia geografica, naturale e civile del regno del Cile (1776). Esta soleada mañana de principios de Noviembre de 1780 se encontraba trabajando en otra obra,  Saggio della storia civile del Cile, que vería la luz en unos siete años más. El Abate era un hombre de horarios, trabajaba con los libros hasta antes de medio día, cuando se iba a dar un paseo, antes de volver a casa para las sextas. Por eso le extrañó que golpearan la puerte de su cuarto a eso de las 10 de la mañana. "Adelante", invitó, atravesado por un mal presentimiento. De inmediato se hizo presente un hermano con su sotana roida y sucia. "Padre, ha llegado esta nota desde Madrid. Me dicen que se la entregue de inmediato". ¿De Madríd? ¿No serán noticias de Chile? ¿Algo habra pasado con alguien de su familia? Cogió la carta y la abrió mientras el hermano le dejaba sólo. Las noticias que contenía le congelaron la sangre. De manera intespestiva se anunciaba la muerte de Don José Ignacio García Huidobro Morandé, segundo Marqués de Casa Real, en su domicilio en Madrid, en la calle Majadericos Ancha, el 25 de Octubre de 1780. Fueron una fiebres altísimas que lo dejaron postrado y en contra de cualquier pronóstico murió con sólo 36 años. Fue enterrado en el convento de Religiosos Mínimos de San Francisco de Paula (Victoria).

Fue tal la conmoción del Abate que se levantó lentamente para dirigirse a la capilla del primer piso de la residencia. ¿Cómo fue posible? ¿Cómo se le puede arrancar la vida de manera tan ridícula a un joven que prometía tanto? ¿De qué se trata todo esto? ¿Por qué tanto absurdo? Entró en la capilla y se dejó caer de rodillas en una de las bancas del fondo. De inmediato no pudo contener las lágrimas. José Ignacio, había sido tan fiel, un verdadero amigo. Nunca olvidaría cuando lo visitó hace un par de años y que le traía como regalo parte de "La Historia Natural de Chile" que le habían sido robados al Jesuita al partir al exilio. José Ignacio las había buscado, y luego de encontrarlos, pagó un rescate por esos manuscritos. Ese era José Ignacio, un buen amigo, un alma noble. El Abate, entre lágrimas, recordaba cómo el joven Marqués le contaba sus asañas en el sur de Chile. En 1762, y con sólo 15 años, estaba al mando de una Compañía de la Plaza de Yumbel. "Familia de militares" bromeaba el joven García Huidobro Morandé haciendo alusión a los Huidobro de Quecedo. En Santiago se comentó la oportuna intervención del joven en el Parlamento de Nacimiento en 1764 y su arrojo en la batalla contra la sublevación mapuche de 1766. Fue en 1767 cuando regresó a Santiago para ayudar a su Padre con la administración de la Casa de Moneda. 


Ese mismo año coincidió con el de la expulsión de los Jesuitas de los dominios españoles. La población santiaguina estaba choqueada mientras contemplaba a este numeroso grupo de curas y estudiantes, todos ensotonados, subiendo a los carrros para ser llevados a Valparaíso. José Ignacio no pudo evitar acercarse donde se encontraba Juan Ignacio Molina para darle un abrazo, gesto físico de una relación de admiración y amistad reciproca. Al mismo tiempo, el futuro Marqués  no reprimió un agrio sentimiento en relación a la Corona. El joven realmente quería a su amigo Jesuita. Por eso, cuando años después, en 1773 llegó José Ignacio a Madrid a cumplir con los deberes familiares, una de las primeras cosas que hizo fue enviar una carta a Bolonia prometiendo visita al Abate Molina. ¿Cómo pudo haber sucedido semejante tragedia? ¿La vida es un soplo, efimero, que desaparece para no dejar rastro alguno? El éxito no es más que un espejismo que nos hace aún más estúpidos de lo que podríamos ser. En efecto, todos los trámites de José Ignacio fueron exitosos, tramitó la admisión a la Orden de Santiago, representó a su Padre en el traspaso de  la propiedad de la Casa de Moneda al Rey, fue reconocido el derecho de su padre del pago del cinco por ciento de los gastos en la instalación de la Casa de Moneda que fue conmutada con la conseción a perpetuidad del cargo de Alguacil Mayor de la Real Audiencia, para él y su hijos con un sueldo de tres mil pesos anuales. Si la Corona disidiese quitarle ese derecho debería indemnizarla de inmediato con el pago de 79 mil  seiscientos pesos. Una vez terminado los juicios, el joven se dirigió a recorrer gran parte de la Europa Occidental. Estuvo en Francia, Inglaterra, Holanda y por supuesto Italia donde visitó a Juan Ignacio Molina. ¡Qué días maravillosos! ¡Qué conversaciones tan llenas de futuro! José Ignacio había comprado mucho libros, algunos censurados, que pensaba pasar a Chile. El futuro Marqués se llenó de los aires de la Ilustración. José Ignacio y el Abate Molina amaban Chile, su naturaleza y su gente, y eran capaces de ver cuánto potencial existía en aquel lugar. Llegaron a imaginar un  futuro cercano donde podría acontecer lo que ahora remecía a las colonias americanas del norte que luchaban por su independencia. ¿Y ahora Señor, se preguntaba Molina, que hago llorando el sinsentido de una muerte tan querida? El Abate levantó sus ojos al crucifijo sobre el altar. Recordó a su madre y a los hermanos del Marqués...y oró por ellos. Cuan devastador será cuando se enteren de la muerte de aquel brillante hombre. 
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