El abuelo Valerio: «puchero limpio y chocolate» (y el vino que no falte)


 Estoy recordando a un “abuelo” que no conocí, que vivió en una época que yo no viví. Solo tengo unos documentos, que son retazos de su vida, aunque en ellos no están su rostro, ni su voz. Como vestigio físico, no hay más que unas firmas suyas, unas pocas letras que él trazó con su mano. Sin embargo, esas letras rubrican sus decisiones, preferencias y apetencias, que tenían que garantizarse por escrito, porque eran muy importantes. Hay datos para intuir cómo entendía la vida mi séptimo ascendiente, Valerio Fernández-Quintano y Fernández de la Cuesta, un hombre que era amigo de dejarlo todo muy claro ante notario, o sea ante el escribano público, y con testigos. Incluso lo que iba a comer y beber. En definitiva, gracias a los documentos que Valerio firmó, sabemos algunas cosas sobre su vida, sus gustos, quizá incluso sobre su manera de ser. Pero empecemos por el principio.

No había sido fácil la infancia de Valerio. Su padre, Tomás Fernández-Quintano y Ruiz de Huidobro, falleció a los 39 años de edad, cuando el niño Valerio tenía solo 8 años. Decía el párroco de Condado en la partida de defunción que Tomás «no testó por no permitirlo lo repentino de su accidente» (1). Añade que dejaba «por sus hijos legítimos a Matheo, Valerio, Santos Carlos, María y Juana Francisca Fernández-Quintano». Aquella desgracia había sucedido el 22 de mayo de 1764. Curiosamente en dicha partida se cita también el fallecimiento del suegro de Tomás, Pedro Fernández de la Cuesta, acaecido tan solo unos meses antes, el 9 de octubre de 1763, y se indica meramente que con Tomás se cumpliría con las honras fúnebres y demás liturgias del mismo modo que se había cumplido con Pedro.
Como las desgracias nunca vienen solas, el 28 de marzo de 1768, cuando Valerio tenía 12 años, falleció su madre, Valentina Fernández de la Cuesta, también en Condado (1). Cuatro días antes había fallecido su hermanito, el pequeño Santos Carlos.
Los huérfanos, salvo Mateo, que era mayor de edad, quedaron desde el 14 de abril de 1768 bajo la tutoría de su tío Ángel Remigio Fernández-Quintano y Ruiz de Huidobro, vecino de Población, y estarían atendidos por la esposa de este, la villarcayesa Josefa Díaz de Saravia y Céspedes. Estos niños no estaban faltos de recursos económicos, pues sabemos que entre 1769 y 1771 el tío Ángel Remigio, como su tutor y curador, tramitó la liquidación de un censo redimible heredado por los cuatro huérfanos, el cual había sido fundado en 1754 a favor de sus abuelos maternos, ya fallecidos, Pedro Fernández de la Cuesta (†1763) y María De Torres. Dicho censo consistía en unos préstamos hipotecarios formalizados en enero de 1755, los cuales habían sido concedidos por dichos abuelos a Martín García de Aldón, vecino de Panizares, y su valor nominal ascendía a 1.000 reales de vellón, con una renta anual de 30 reales que no siempre se habían pagado. Mateo, el único huérfano y heredero mayor de edad, era a la sazón vecino de Toba de Valdivielso y otorgó poderes a su tío Ángel Remigio para que tramitara en su nombre todo lo que fuera menester. (2)
Así pues, los menores Valerio, María y Juan residían con sus tíos. También convivirían con su primo Miguel, que solo era dos años mayor que Valerio, y con su primo Dionisio, seis años más joven, quienes más tarde emigrarían a Chile, y de los que ya hemos hablado en un artículo anterior. Todos los Fernández-Quintano disfrutaron de un cierto bienestar económico, y está claro que tampoco les faltaron estudios, ya que viendo la firma de Valerio en los documentos notariales se puede deducir que sabía leer y escribir, y había adquirido una buena caligrafía.
Aunque todos sus antepasados varones eran naturales de Población, Valerio nació en 1756 en Condado, porque allí residían sus progenitores. Probablemente la madre, Valentina Fernández de la Cuesta, natural de Condado, aportaría en su dote una vivienda, cosa que su marido, el segundón Tomás, no tendría en Población. Valerio, a su vez, fue a vivir a Arroyo tras contraer matrimonio a los 20 años de edad, en 1776, con la arroyana Ángela Fernández de Huidobro y Fernández-Quintano, la cual a pesar de la coincidencia en el apellido, no tenía parentesco con su marido, pues descendía de abuelo, bisabuelo y tatarabuelo de apellido Fernández-Quintano-Saravia de Rueda (un compuestísimo originario de Quecedo), pero nacidos todos ellos en Burgos, desde que el padre del tatarabuelo, natural de Quecedo, se había casado con una señora de la capital. La línea volvió a Valdivielso cuando el abuelo de Ángela se casó con una quecedana, María Díaz de la Torre y López Temiño, tal vez con algún origen arroyano, porque la pareja estableció su residencia en Arroyo. Todo este galimatías lo veréis más claro en el árbol genealógico adjunto, donde también se puede constatar que, al menos desde el año 1600,las líneas Fernández-Quintano de Valerio y de su mujer Ángela no tienen parentesco alguno. (3) Y también observamos una cierta tendencia de los maridos a afincarse en los lugares de origen de sus esposas, tal vez a causa de las viviendas o propiedades que estas aportaran al matrimonio.
Valerio se quedó viudo en 1812, a los 56 años de edad, tras 36 años de matrimonio con Ángela Fernández de Huidobro, con la que tuvo al menos 9 hijos e hijas, de los cuales al fallecer su madre quedaban por hijos y herederos 6 de ellos: María Braulia, Miguel, Juliana, José Ezequiel, Juan y Petra, los tres primeros ya casados. Según se dice en la partida de defunción, Ángela tuvo una muerte repentina, sin que hubiera tiempo para administrarle los últimos sacramentos. Leemos también que a su entierro, honras y cabo de año asistieron 8 sacerdotes y las cofradías de la Vera Cruz y de San Vicente, de las que ella era hermana, y ardieron en todos los actos dos fuegos de hachas aportadas por dichas cofradías.
Valerio Fernández-Quintano era entonces un hombre que tenía una cómoda situación económica, pues poseía vivienda propia, así como heredades y viñedos también de su propiedad, además de cultivar alguna que otra finca tomada en arriendo. Y no soportaba vivir sin una esposa. A los dos meses exactos de quedar viudo de Ángela, Valerio se casó con su consuegra, la quecedana Marcela de San Martín y Alonso de la Puente, de 63 años, que tenía a su único hijo vivo, Nicolás de Mata y San Martín, casado con una hija de Valerio, a saber, con María Braulia Fernández-Quintano y Fernández de Huidobro, a la que llamaban solo María. Los Garmilla de Quecedo descendemos de una hija de Nicolás y María, llamada Sinforosa, que a su vez fue madre de Paulina, la cual se casaría con Benito de la Garmilla y residiría con él en Quecedo.
Siete años duró el matrimonio de los consuegros, ya que Marcela falleció el 23 de marzo de 1819Siete semanas más tarde, el 16 de mayo de 1819, Valerio volvió a casarse, por tercera vez, con una viuda de su vecindad llamada Ángela Casimira Rodríguez de Huidobro y Astete. El abuelo Valerio, que tenía ya 63 años, había aguantado viudo una semana menos que la vez anterior.
Cinco días después de la boda, el 21 de mayo de 1819, murió Miguel, el mayor de los tres hijos varones de Valerio, sin haber llegado a cumplir los 40 años, y dejó como herederos a 6 hijos que había tenido con su esposa Rita de la Torre, y a otro que esta tenía de un matrimonio anterior, y al que Miguel reconoció también como heredero en el testamento que hizo ocho días antes de su muerte.
También el año 1820 fue realmente un año aciago en la vida de Valerio. El 5 de enero falleció su yerno Nicolás de Mata y San Martín, el hijo de su difunta esposa Marcela, y marido de su hija María Braulia, dejando a esta como tutora de los seis hijos que la pareja tenía. Que una hija se quedara viuda y seis nietos se convirtieran en huérfanos de padre no fue la única desgracia para Valerio en aquel fatídico mes de enero. En la segunda quincena del mes, su hijo José Ezequiel fue asesinado de un disparo y hallado su cadáver días más tarde en pleno campo. Dejaba viuda y una hija nacida pocos días antes, de la que era madrina la tercera esposa de Valerio. Como ya conté en otra ocasión, se detuvo como presunto asesino a Juan Arce Cabeza de Vaca, que era un primo carnal de la viuda, Juana Alonso de Huidobro y Arce Cabeza de Vaca. Sin embargo, Juan fue absuelto en el juicio meses más tarde, y no tenemos más noticias sobre quién pudo ser el asesino.
A su nuera Rita de la Torre y Gómez de Mata, viuda de su difunto hijo Miguel, le vendió Valerio en septiembre de 1822 una cueva [bodega] que él tenía en Arroyo: "cueva con caseta tejada y enmaderada, con una tina y una cuba y mesa de lagar para vino”. Valerio recibe de Rita la cantidad de 1.100 reales de vellón y establece en el contrato que la venta se realiza “vajo la circunstancia de que, interín viba yo el bendedor, he de tener en dicha cueba y caseta mi tina y cuba para encerrar el vino y, cuando se me ofrezca, estraerlo para mi consumo”. Valerio dice expresamente en el contrato que él ya sabe que su nuera no le va a negar esto, pero se ve que, por si acaso, prefiere dejarlo firmado, porque lo del vino era una cosa muy seria. (4)
A 3 de diciembre de 1822, como siempre ante el escribano de Quecedo Manuel González García, Valerio acuerda con Juan, el único hijo varón que le quedaba, un alargamiento de bienes con obligación alimenticia. (5) Esto venía a ser como una cesión del usufructo de sus bienes a favor de un hijo, a cambio de que este hijo se encargara de gestionar dichos bienes, trabajar las fincas, etc. y, por otra parte, de atender todas las necesidades de su padre en cuanto a vivienda, vestido, comidas y las atenciones que fueran necesarias para su salud. Esta cesión no quitaba para que, tras el fallecimiento del padre, se repartieran los bienes entre todos los herederos según se estableciera en el testamento o según correspondiera por ley. He visto contratos de este tipo en Valdivielso en la misma época, así como en Cantabria y en el País Vasco en los siglos XVIII y XIX, por lo que deduzco que eran procedimientos habituales cuando el padre o la madre no se sentían con fuerzas para seguir trabajando, pero tampoco deseaban dar su herencia en vida.
En este contrato, Valerio, que ha cumplido ya los 66 años de edad, dice que por exigencia de «su ancianidad y achaques que le rodean, en suposición de que mediante aquella y berse en soledad, sin alguno que merezca la menor confianza para el manejo de sus quiaceres, le es imposible pasar en adelante, a no caer en una completa ruina así de su esistencia como de sus vienes temporales, (...) ha de alargar y alarga por todos los días de su vida al prebenido Juan, su hijo, todos sus vienes, derechos y acciones, sin escepcionar más que algunos semobientes en clase de ganados [cabezas de ganado que se mueven por si solas] que tiene actualmente; le ade dar además en cada año desde la fecha en adelante doscientos y cinquenta reales de vellón...».
Por otra parte, también afirma Valerio que tiene algunos bienes hipotecados por los que se ha de pagar, y él entregará a Juan para que lo abone, un rédito anual de ciento veinte reales. Este censo estaba a favor de la “Maescolía” de Puentearenas, lo cual debía de ser en realidad una “Maestrescolía” (“maestrescuela” era un profesor de lo que llamaban “ciencias eclesiásticas” y alguno habría en Puentearenas, del que aún no habíamos tenido noticia, con una especie de escuela tan bien dotada de rentas que podía conceder créditos, igual que lo hacían en Valdivielso muchas obras pías, capellanías o cofradías).
Asimismo las hermanas de Juan, o al menos una de ellas, debían intervenir para hacer un «escrupuloso inbentario de todos los vienes muebles que hay de esta casa...». Y añade Valerio el detalle de las obligaciones que contrae su hijo Juan: «Y en este concepto de disfrutar mis vienes alargados y los doscientos cinquenta reales anuales (...) me ha de tener en su casa y en su compañía, y mantener, vestir y calzar, dándome el donaire correspondiente, así estando bueno como indispuesto en cama de qualesquiera accidente que pueda acometerme y siendo de su cuenta la satisfacción de toda gabela.»
No se quedó Valerio satisfecho con este enunciado de las atenciones que debía recibir, porque al cabo de pocas líneas puede leerse: «que llegando al [extremo] de estar achacoso, se le ha de dar y retribuir con puchero limpio y chocolate y demás necesario.» A día de hoy, entenderíamos por “puchero limpio” tal vez unas legumbres cocinadas con verdura y un poco de aceite de oliva, pero en 1822 la idea era muy diferente. A las personas que estaban débiles por una enfermedad o por vejez, se les preparaba un puchero enriquecido con gallina y otras carnes, porque se pensaba que tomar solo verduras y legumbres debilitaba y daba malas digestiones, y que lo sano y “limpio” era tomar mucha proteína animal. En cuanto a una buena jícara de chocolate, vale, tal vez no sea lo más aconsejable en cualquier dieta, pero es un excelente antidepresivo.
Así afrontaba Valerio Fernández-Quintano los últimos años de su vida, que transcurrieron durante una década más, hasta su fallecimiento en Arroyo el 8 de enero de 1832. Todo lo que pudo necesitar durante los años que le quedaban lo tendría en casa de su hijo Juan, incluidos el puchero limpio y el chocolate, además del vino que guardaba en la cueva de su nuera Rita. Sin embargo, parece que en algún momento anduvo escaso de liquidez, porque en abril de 1824 vendió al propio Juan, su hijo, «una viña a do dicen Las Arenillas», en Población, de cuatro obreros de cavadura, por 987 reales y 17 maravedís (6). A finales de 1824 o principios de 1825, de nuevo en tratos con la Maescolía de Puentearenas, hipotecó por 4.000 reales la casa donde había vivido, además de un pajar, una era, tres heredades y una viña (7). A 26 de junio de 1825 negoció con Manuel Seco de Fontecha la permuta de viñas que ya relatamos aquí en otra publicación, y con la que Valerio se embolsó 500 reales. Al menos, al hacer permuta y no venta, seguía contando con una viña para poder llenar de vino la cuba que tenía en la cueva de Rita. (8 )
En la partida de defunción de Valerio, el cura beneficiado don Inocencio Fernández, de la parroquia de Arroyo, dice «no testó, ni deja bienes para ello». Al sepelio asistieron tres sacerdotes y los cofrades de la Vera Cruz y de San Vicente, de las que el difunto era hermano Se menciona a su viuda Ángela Casimira Rodríguez y a los hijos que le sobreviven: Juan, María, Juliana y Petra, «todos casados y avecindados en diversos pueblos». Al menos se reunirían después del entierro para tomar un chocolatito en memoria del finado. La nuera Rita de la Torre llevaría un poco de vino de la cuba de Valerio, si quedaba algo. ¿Que no había herencia? Total, para heredar hipotecas... Si los acreedores se habían llevado ya todos los bienes, siempre les quedaría a la viuda y a los hijos el recuerdo de Valerio, un recuerdo que seguramente no era poco. Y del que ahora podemos compartir algo sus descendientes.
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(1) Partidas sacramentales en el Archivo Diocesano de Burgos.
(2) Archivo del Corregimiento de las Merindades. Villarcayo. Signatura 946. Desde luego, no fue poca cosa el papeleo y las negociaciones que Ángel Remigio tuvo que hacer, incluso ir a juicio, ya que para entonces Martín García de Aldón llevaba ausente muchos años (no se sabe dónde ni por qué), y las hipotecas, que gravaban varias fincas de sembradura y viñedos en los lugares de Panizares y Cereceda, estaban repartidas entre varios “tenedores y llevadores”, a saber: el cura beneficiado de Panizares de Valdivielso, don Francisco García de Aldón, y además Juan Ángel de La Lastra, vecino de Cereceda en la Merindad de Cuesta Urria. Durante los procedimientos apareció un tercer tenedor, León Gómez del Castillo, también vecino de Cereceda, como tutor y curador de los hijos del difunto Santos Gómez del Castillo, el cual en algún momento habría adquirido bienes raíces de Martín García de Aldón sujetos a hipoteca a favor de Pedro Fernández de la Cuesta. Entre huérfanos y tutores, tanto acreedores como deudores, y con un párroco y dos merindades en juego, la cosa se complicaba bastante, por lo que fue necesario dirigir muchos pedimentos al señor Corregidor y tomar el asunto con mucha paciencia. Sin embargo, Ángel Remigio era el titular del mayorazgo de los Fernández-Quintano, un señor con posibles y mucho carácter, que no cejó en su empeño hasta conseguir algo de liquidez para sus sobrinos. Finalmente, en noviembre de 1770, hubo en Panizares un remate en el que se pagaron 600 reales por tres viñas y tres heredades, cantidad suficiente al menos para compensar los réditos atrasados del censo (285 reales) y las costas de los litigios (225 reales) y otros gastos de menor cuantía. Esos bienes inmuebles de los deudores pasaron a ser propiedad de un vecino de Valhermosa llamado Sebastián Fernández de Incinillas, que en 1771 ya habría fallecido, pasando todo a su hijo Prudencio y demás herederos. Aunque parece que los recursos y alegaciones no tuvieron fin, al menos Ángel Remigio había conseguido así unos cientos de reales (descontando las costas causadas en la vía ejecutiva y los últimos gastos, no llegarían a 300) para los huérfanos que estaban a su cargo. [No me digáis que este párrafo ha sido largo, porque acabo de resumir casi 100 folios.]
(3) Datos del Archivo Diocesano de Burgos y de Juanra Seco.
(4) AHPB. Protocolos. Escribano Manuel González García. 3.088/3, folio 33.
(5) AHPB. Protocolos. 3,088/3, folio 62.
(6) AHPB. Protocolos. 3.088/5, folio 31. No era la primera vez que había compra-venta entre Juan y su padre: en 1821 Valerio le había vendido a Juan un linar en La Sabuca, término de Arroyo, por 600 reales de vellón. 3.088/2, folio 88.
(7) AHPB. Contaduría de hipotecas 3131/2. Escritura de recibimiento de un censo redimible presentada en la Secretaría de Hipotecas. Escribano Manuel González García. Año de 1824 o 25 (folios cosidos tapando la cifra de las unidades).
(8 ) AHPB. Protocolos. 3.088/6, folio 55.

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